13 octubre, 2006

Cocina Madrileña

Su autor es Pedro Plasencia y lo incluye en el introito del libro "Cocina Madrileña", que escribió al alimón junto a Teclo Villalón.

En el apartado dedicado a "la cocina del mesón" dice:

Los orígenes cercanos de la cocina madrileña castiza (los remotos hay que buscarlos en las cocinas mozárabe y mudéjar) se encuentran, como ya hemos anticipado, en los mesones que desde el siglo XVI comienzan a abundar en la ciudad.
Estos establecimientos poco tenían que ver con las miserables ventas de los caminos, donde, las más de las veces, todo lo que se podía encontrar era un fuego al que acercar lo que uno hubiera tenido la previsión de llevar consigo, y un trozo de suelo donde extender la manta.
Los mesones de Madrid fueron desde su aparición lugares donde se podía comer con dignidad, bien surtidos de género de boca, y los mesoneros, gente respetable y querida.
Ya se conoce la existencia de algunos en la época de Carlos V (como el que tuvo por nombre "La Fama"), pero, lógicamente, es con la explosión demográfica que sucede al establecimiento en la villa de la Casa Real cuando, como consecuencia del cotidiano paso por Madrid de comerciantes de todo tipo, arrieros y labradores, gente, en fin, que acudía a la corte desde las comarcas vecinas con la intención de vender sus productos o sus servicios, comienzan a proliferar bajo los nombres de "mesón" y de "posada", casas de comida y hospedaje situadas en puntos estratégicos de la ciudad.
La clientela fiel de los mesones solía distribuirse por oficios y procedencia (los arrieros manchegos, los comerciantes en paños toledanos, los hortelanos de Aranjuez, etc.), razón por la cual no todos estos locales tuvieron la misma reputación.
Buena parte de ellos se encontraban en la Cava Baja y la calle de Toledo (aún hoy se conservan la entrada y el patio o zaguán de algunos).
El más notable fue, quizás, el conocido como "Mesón de Paredes" que dio nombre luego a la popular calle cercana al Rastro madrileño.
Parece ser que la mujer de este tal Paredes, dona Ana, era, además de una excelente cocinera dueña de buen humor: a ella se deben los famosos "emparedados de pernil", llamados así en honor al apodo de su marido.
El mesón creó su cocina, que en muy poco se parece por cierto a la que hoy ofrecen los establecimientos que llevan el mismo nombre.
La tortilla de patatas, por ejemplo, contra lo que pudiera pensarse, no es originariamente un plato de mesón, sino de mesa real, derivado de las "tortillas cartujas" de Martinez Montiño.
Especialidades nacidas en los mesones del Madrid de los Austrias fueron los pasteles (con el de liebre a la cabeza), las empanadas de carne y de pescado, los emparedados de jamón, los escabeches de pescado, los torreznos de puerco en rebanada de pan, las aceitunas guisadas y otras.
Ya en el siglo XVII se introdujeron los asados al estilo de Burgos y de Segovia, en horno de leña como los que sirven para hacer el pan.
Desde su fundación en 1626 la meca de los asados madrileños fue la hostería Botín, en la plaza de Herradores (un restaurante del mismo nombre existe hoy día en la castiza calle de Cuchilleros).
Es obligado advertir aquí que, dentro del perímetro de Madrid, el asado de tostón, o cochinillo, ha sido siempre superior al de lechazo, o cordero. Además de los asados, el buen Botín acercó al pueblo una parte de la cocina de palacio, como los hojaldrados de torreznos, de relleno, y de enjundia de puerco, los "vizcochados" que Martínez Montiño creara pare Felipe III, o la gallina en pepitoria.
Este mítico restaurante ha sido muy afamado, igualmente, por sus "cochifritos" de cabrito y de cordero, así como por las agujas de ternera.
Lo que botín fue a los asados de carne lo fue Ceferino, en la calle de León, a los pescados, con el besugo al horno en el lugar de honor.
Resulta curioso que una de las mejores pescaderías de Madrid se encuentre hoy, precisamente, en la calle del León. Y para las perdices estofadas, los Basilios, en la calle Desengaño.
Lo cuenta todo ello magníficamente Carlos Delgado en su libro Comer en Madrid.
Estos fueron, sin duda, los centros de restauración popular más celebrados en el Madrid de los Austrias, los auténticos pioneros de la llamada cocina madrileña, pero no los únicos, pues está documentado que a finales del siglo XVII, aún durante el reinado de Carlos II el Hechizado, había en la capital más de 250 mesones abiertos, para una población fija de unas 180.000 almas, a la que venía a sumarse, a diario, el elevado número de los transeúntes que constituían la población flotante de la Villa y Corte.
El rasgo más característico de esta cocina madrileña del mesón es la influencia que en ella tienen los modos regionales, principalmente, pero no sólo, el manchego.
Así resultaría muy difícil dilucidad donde se compuso por primera vez la sopa de ajos tradicional, tal y como la conocemos, son su pimentón y sus huevos escalfados, si en una venta de un lugar de La Mancha, de esas de las que solía salir apaleado el Caballero de la Triste Figura, en un mesón de palafreneros toledanos de la Cava Baja, o, como insinúa Dionisio Pérez, en un fogón del Bajo Aragón.
De lo que no cabe duda es que fue en los pucheros de los mesones de la capital donde la "olla podrida nacional" (casi nos atreveríamos a decir que universal, pues en todas partes se cocía su "pot á feu" con lo que hubiera en aquellos días de necesidad) evolucionó hacia ese suculento plato que es el cocido madrileño, aunque experimentos similares pudieron llevarse a cabo en la chacinera Extremadura, o en Castilla.
En todo caso, en el cocidito capitalino los garbanzos eran oriundos de Fuentesaúco, las morcillas de Burgos, y el chorizo y el tocino de Extremadura y Salamanca.
Corresponden también, en su origen a esta época gloriosa de los Habsburgo, otros platos emblemáticos de la cocina castiza madrileña, como son el potaje (con o sin bacalao), la sopa de leche y almendras tradicional por Navidad, los gloriosos callos, de los que la primera referencia que tenemos data de 1599, la rosca de ternera madrileña, la sopa trinchada, o la alboronía de Madrid, preparado vástago de la cocina morisca que hoy podemos dar por desaparecido.
Entre los refrescos populares en el Madrid del XVII hay que reseñar, siguiendo a Miguel Herrero-García, el "hipocrás", cóctel de vino añejo superior, azúcar de pilón, canela, ámbar y almizcle, que ya hacía las delicias de Carlos V; la "carraspada" de vino de moscatel de Carabanchel, Vicálvaro o Villaverde aromatizado, bebida cordial y muy apreciada: el cóctel de "garnacha", hecho con zumo de tres uvas diferentes, canela, azúcar, pimienta y otros ingredientes; la "aloja" o "hidromiel", de gran consumo entre las damas de la corte por no contener alcohol, compuesta, según Serapión de siete partes de agua y una de miel, además de canela, jengibre, pimienta larga, nuez moscada y otras cosas; los "mistelados", los "rosolis" y otras hierbas.
Son estos, finalmente, los siglos de esplendor de vinos de los alrededores de Madrid como los de San Martín de Valdeiglesias y Cebreros, que se vendían en la corte con los calificativos de vinos "caros" y "preciosos"; y del aguardiente de Valdemoro (anterior en el tiempo al de Chichón), imprescindible en las frías mañanas de invierno.
No nos olvidamos de la cerveza que ya se bebía en Madrid desde que Carlos V, empedernido bebedor de este liquido, hizo traer de Flandes dos maestros cerveceros; pero el vino de cebada, como lo llamaron los antiguos, tenía poca cabida en el mesón, siendo su consumo casi exclusivo de la corte y las embajadas.
En este libro hay 22 páginas de Pedro Plasencia llenas de datos que podréis disfrutar si compráis este ejemplar de la Cocina Madrileña.