28 abril, 2007

El Huevo y la fertilidad

Siguiendo con mi interés de compartir aquellas cosas que voy leyendo de temas gastrónomicos y que me parecen interesantes en cuanto a su prosa o su contenido, creo que este articulo del escritor y periodista D. José Carlos Capel será de vuestro agrado.

EL HUEVO, LA PRIMAVERA Y LA FERTILIDAD (Artículo de José Carlos Capel para Archigula).
Misterioso y cosmogónico, acaparó simbolismos precisos en todas las culturas de la antigüedad.
Celtas, griegos, egipcios, fenicios, cananeos, tibetanos, hindúes y otros muchos pueblos suponían que albergaba el cielo y la tierra, las representaciones del bien y el espíritu de las fuerzas del mal.
Casi todos los pueblos antiguos suponían que el huevo, principio básico de la vida, contribuía al renacimiento de los muertos en su camino hacia el más allá. Su presencia en los ritos funerarios equivalía a una promesa de eternidad espiritual.
La costumbre de depositar huevos en las tumbas, que se remonta a épocas prehistóricas, es consustancial a todo el ámbito del Mediterráneo.
Por eso en los relieves sepulcrales, urnas y sarcófagos de necrópolis milenarias abundan las representaciones del huevo y sus formas asociadas. Y por el mismo motivo, en los banquetes funerarios romanos se ingerían huevos de manera preceptiva.
Aureolado por su temblorosa fragilidad, para los teólogos medievales el huevo resumía un misterio inescrutable: toda una promesa de vida bajo un estado de muerte aparente.
Símbolo de protoplasma vital, semilla y elemento de fertilidad en la antigüedad pagana el huevo se vinculaba estrechamente al inicio de cada ciclo vegetativo.
Nada tiene de particular que hoy todavía, en acontecimientos especialmente relevantes del calendario folclórico-festivo, en el ritual pagano-religioso que envuelve a ciertas celebraciones populares primaverales, y en los fastos gastronómicos vinculados a esta época, aun pervivan las huellas de tradiciones remotas.
En toda la cuenca mediterránea, la primavera estuvo presidida por ritos en honor a la Madre-Tierra, celebraciones paganas que perseguían a ultranza el milagro de la fecundidad.
Era un periodo en el que se rendía culto a las grandes deidades femeninas –Isis egipcia, Astarté fenicia, Afrodita griega, Venus romana, Tania cartaginesa…-, diosas de la fertilidad.
Desde antaño, el huevo, germen de una vida oculta, capaz de eclosionar hacia el medio exterior, se había vinculado a la renovación periódica de la naturaleza.
Convertido en emblema de la Pascua, el huevo se fue asociando a la idea de resurrección y al concepto de retorno. Durante la Edad Media la Iglesia reforzó este simbolismo vinculándolo a la resurrección de Cristo, en un intento de neutralizar su carácter pagano.
Aún hoy, en tiempo de Pascua la vuelta simbólica a la vida se celebra en Occidente con hábitos y ritos dispares en los que el huevo disfruta de un protagonismo manifiesto.

Son tradiciones que nos llegan desde muy atrás. En la antigüedad pagana también el huevo se vinculaba a la génesis del mundo y al inicio de cada nuevo ciclo biológico.
Misterioso y cosmogónico, acaparó simbolismos precisos en todas la culturas antiguas.
Celtas, griegos, egipcios, fenicios, cananeos, tibetanos, hindúes y otros muchos pueblos, suponían que albergaba el cielo y la tierra, las representaciones del bien y el espíritu de las fuerzas del mal.
La mayoría de las teorías que explicaban el nacimiento del mundo le atribuían un valor estratégico.
En Grecia, donde se le otorgaba un sentido místico, se consideraba una síntesis perfecta de los cuatro elementos: la cáscara se identificaba con la tierra; la yema con el fuego; la clara con el agua; y el espacio comprendido entre la cáscara y la clara con el aire.
En la milenaria cultura egipcia, los huevos se consideraban un elemento sagrado, un símbolo de la misma creación. Se suponía que a partir de un universo de tinieblas confusas, donde reinaba el dios Caos, brotó el “huevo de la vida”, huevo-madre, del que nació el Sol, que apartó las sombras y prestó vida al mundo.
Incluso en los huevos del humilde escarabajo pelotero, coleóptero que deposita su puesta entre el estiércol para hacerla rodar por la arena, la civilización egipcia había creído ver resumida la imagen del mundo. El escarabajo se convirtió en un insecto sagrado, alcanzó rango de tótem y se consideró un emblema de fertilidad.
Para el brahmanismo hindú el huevo era un elemento de vida que escondía en su mitad superior los siete pisos celestes, y en la inferior, idéntico número de zonas subterráneas.
Las referencias son interminables, según Plutarco (50 – 125 ddC) en la cultura helena los huevos eran los poseedores de los gérmenes de la vida y el movimiento; elementos del Caos en los que se escondían las semillas de todas las cosas estériles que sólo el gran Creador era capaz de fecundar.
La presencia de los huevos en la gran eclosión de la primavera, fiesta de equinoccio, de origen remoto desborda el campo de las manifestaciones gastronómicas a las que se asocia.
Su vinculación a la espiritualidad cósmica de este período nos aproxima a una teología atávica. Civilización y cultura, sociedad y tribu, entretejen un entramado milenario.
No es casualidad que la resurrección de Cristo coincida con la resurrección de la tierra. Tampoco que los huevos se hallen inmersos en prácticas paganas de culto asumidas por el cristianismo. Ni que su presencia en el folclore de la época tenga todavía cierta vigencia.
En las ceremonias de los últimos días de Semana Santa, en los almuerzos familiares del Domingo de Resurrección, en las salidas al campo propias de Pascua, el calendario festivo español rinde culto al huevo.
La tradición, la historia y la literatura aportan pruebas concluyentes.
Justo en primavera los escaparates de nuestras pastelerías se llenas de huevos de chocolate y de bollos y tortas dulces que contienen huevos incrustados. Son las monas, los hornazos y las opillas, dulces rituales y evocadores.
En Cataluña, la mona ha sido tradicionalmente el pastel o bollo con huevos con el que los padrinos obsequiaban a sus ahijados el Domingo de Resurrección. Las monas con forma de rosca o de animalitos, gallo, media luna, cordero, decoradas con huevos duros y anises, son golosinas típicas de la región valenciana.
La asimilación de las monas al sentido de ofrenda presente ofrecido en épocas lejanas a divinidades durante el equinoccio de primavera, pervive avalada por etimologías concluyentes.
La elaboración de los roscones con huevos era ya algo habitual en la antigua Roma en época de Pascua.
Munda, según Corominas, eran las cestas de frutas y pasteles que se ofrecían a la diosa Ceres.
De las primitivas ofrendas de huevos y frutos secos derivarían las masas de harina, panes o bollos, con huevos en su interior.
Las cocas de masa abizcochada, rellenas de cabello de ángel, con huevos en su superficie y decoradas con anisillos multicolores, completan el repertorio catalán. Por su parte, los “borreguitos” (monas), bollos zoomórficos que se adornas con el clásico huevo y anises dulces, son típicos del Levante español.
Idéntico trasfondo poseen los bollos o panes de Pascua en otras regiones españolas. Con “opillas” o “pipar-opillas”, panes o bollos dulces adornados con tantos huevos como años posea el agasajado, obsequian igualmente las madrinas a sus ahijados en puntos dispersos del País Vasco. Costumbres similares se repiten por toda España.
En Castilla, Andalucía y Aragón, los hornazos de Pascua, con la presencia irrenunciable de huevos, son el equivalente de las monas mediterráneas. Dulces o salados, con masa de bollo o pan, con forma de rosco o de empanada, decorados con huevos y rellenos de ingredientes cárnicos variopintos, se suceden en mil formas y tamaños entre el Domingo de Resurrección y la festividad de San Marcos.
Los huevos de chocolate, solos y coronando cestas de dulces, completan en el medio urbano esta apoteosis golosa.
Es muy probable que cuando el cristianismo pretendió borrar la aureola de paganismo que envolvía los bollos de Pascua, decidióse santificarlos señalándolos con el símbolo de la cruz.
Únicamente de este modo se explica que, de ordinario, los huevos que se incrustan en monas, roscos y hornazos aparezcan sujetos por dos cordones o tiras de la misma masa, como si se tratara de atarlos, trazando sobre cada uno la marca de la religión.
A veces son hábitos populares que acompañan la ingestión de estos dulces los que evocan rituales atávicos de la fecundidad.
La costumbre todavía viva en Valencia de que las parejas de enamorados ingieran las monas en la proximidad de una fuente de agua (materia de fertilidad), acontecimiento que se materializa n las riberas del Turia, y el habito de que las mujeres rompan la cáscara de los huevos duros golpeando la frente de sus acompañantes masculinos, son hechos inequívocos.
Romerías populares, ágapes atávicos, rituales sacros, fastos profanos, sortilegios, juegos, liturgias, prohibiciones, conjuros y supersticiones varias, entretejen en torno al huevo un complejo laberinto de tradiciones que alcanzan su máximo apogeo durante el ciclo crucial de la Pascua.

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