28 septiembre, 2007

El gusto del oído

Quizá sea el oído el sentido más ajeno a la gastronomía, pero sólo en apariencia. Así como al enfrentarse a una pintura el observador está influido por la temperatura de la galería, por los sonidos que concentran o dispersan la atención, por el perfume del guía y la calidad de la copa de inauguración, del mismo modo se juzga un bocado según todo lo que lo rodea. Y los estímulos del oído son constantes, invasivos y plenos de sugerencias.
El tenedor que tintinea sobre un plato de peltre es una tierna evocación de hogar, el suave batir de una tortilla o el milagro festivo de unas claras montadas. El crepitar de un asado o la franca explosión de unos pimientos en el horno bastan para punzar el apetito. El trueno descarado o sordo de un tapón y el susurro de la espuma inauguran una fiesta. El cristalino brindis la renueva. Incluso el piz­zicatto de una sartén ha dado nombre a una receta: "pil-pil". Y un bodeguero austríaco ha compuesto una sinfonía con los sonidos de fermentación de sus vinos.
El oído llega a ser juez de primera ins­tancia a la hora de considerar la calidad. Hay parámetros objetivos para puntuar las crujientes galletas o la tersura de un bocado de manzana, o descubrir, al roce de la copa, quiebras del vino, por no hablar de la imprescindible “escucha" a la hora de seleccionar un puro bien con­servado.
Los siglos nos legaron músicas de mesa y, a la vez, la eterna discusión sobre su conveniencia, Pero la música siempre estuvo ahí, acompañando las faenas del campo, los banquetes y las sobremesas.


Fuente
Editorial de la Revista Archigula el 7 de Enero del año AÑO 20000