09 junio, 2006

La angula, el largo y tenaz viaje

Angulas donde nacen y donde mueren
La imaginación de los hombres ha dado lugar a disparatadas ideas acerca del nacimiento de las anguilas.

Antiguamente se creía que eran un producto de la descomposición de los animales muertos que habían caído al río, como si fueran gusanos que surgieran de ellos al llegar a su putrefacción.
Otros, más románticos, creían que las anguilas nacían espontáneamente con el rocío de la primavera, y muchos sostenían que las anguilas pequeñas eran trozos de crines de caballos que caían al río y tomaban vida.
Aristóteles, en el siglo IV antes de Cristo, aseguraba que las anguilas nacían del barro, y Plinio el Viejo, historiador y naturalista romano, afirmaba que la anguila cuando quería reproducirse frotaba su cuerpo contra las rocas del río y entonces se desprendía de ella una mucosidad que se dividía en pequeños trozos y éstos cobraban vida tomando la forma del pez.
Los pescadores de las cercanías de la desembocadura del Ebro tenían sobre el nacimiento de las anguilas una teoría muy parecida a la de Aristóteles, que ya sospechaba que las anguilas jóvenes llegaban del mar.
Los pescadores de la Albufera estaban un poco más cerca de la verdad, ya que aseguraban que las anguilas nacían en el lugar en el que se encontraban las aguas dulces con las saladas. En el siglo XVI hubo un alquimista muy famoso, llamado Taschius, que afirmaba se podían obtener en una semana gran cantidad de pequeñas anguilas si seguían sus instrucciones.
Éstas eran sencillas; no había más que partir una anguila adulta en varios trozos y, después de bien cocidos, depositarlos en un estanque donde la vegetación acuática fuera muy abundante.
No se podían decir más disparates en tan poco tiempo. Las antiguas creencias que se han comentado hicieron que algunos personajes de la época del Renacimiento y principios de la Historia moderna propusieran métodos absurdos para conseguir crías de anguilas, como echar a los estanques hierba mojada con el rocío de la primavera, arrojar a un pozo animales en putrefacción, cortar crines de caballos y sumergirlas en el río, etc.

Historia de la búsqueda del lugar de nacimiento de la anguila
En el siglo XVII se estuvo a punto de dar un gran paso en la localización del lugar de nacimiento de la anguila.
En el año 1684 un investigador se acercó mucho a la verdad, pero los estudiosos de aquella época no le hicieron el menor caso.

El investigador Redi observó, y así lo hizo constar, que las anguilas no nacían en el río sino en el mar.
Observó que las anguilas adultas bajaban por el río en otoño y que seis meses más tarde, en primavera, ascendía río arriba un gran número de anguilas jóvenes.

Lo que Redi no se imaginaba es que no se trataba de las crías de las anguilas que seis meses antes se habían encaminado al mar, sino de las que hacía unos cinco años habían realizado el descenso por el ría.
A pesar de las observaciones de Redi, los biólogos de la época seguían creyendo que las anguilas nacían en el río, y así lo aseguraban las obras de Ciencias Naturales de un siglo más tarde e incluso de dos siglos después.
El incomprendido sabio italiano Francesco Redi, que hizo estas observaciones sobre la vida de las anguilas, fue también el primero que se dio cuenta de que los órganos productores de electricidad de los llamados peces torpedos, muy parecidos a las rayas, tenían una gran analogía con las pilas secas generadoras de electricidad y que funcionaban de forma similar.
En este mismo siglo XVII los ingleses Ray y Willoughby escribieron su obra Historia Piscium, pero en ella más que de la vida de los peces se trataba de sus características y no aportó ninguna luz sobre el nacimiento de la anguila.
El siglo XVIII fue muy bueno para la Ictiología. En este siglo los dos famosos sabios suecos Artedi y Linneo escribieron sus libros Ichthyología y Sistema Naturae respectivamente. Pero no tenían entonces ningún conocimiento sobre la vida de la anguila ni de sus viajes de alimentación y procreación. Era tal su falta de datos que Linneo creía que la anguila era vivípara, engañado por la teoría sostenida por Alberto el Grande, que había confundido a las lombrices o gusanos de una anguila parasitada con crías de anguilas que parecían salir del ano.
Tampoco en el siglo XIX se llegó a saber la verdad sobre la reproducción de la anguila, a pesar de la gran cantidad de sabios que se dedicó al estudio de los peces y a la investigación de sus vidas.
En este siglo, que fue verdaderamente trascendental para la Ictiología. Escribió Cuvier sus dos grandes obras, Reino Animal e Historia Natural de los Peces, pero ni Cuvier ni su colaborador Valenciennes, ni tampoco los grandes sabios ictiólogos que hubo en aquel siglo, aportaron nada definitivo al tema del nacimiento de la anguila.
Sin embargo, se barajaba ya la probabilidad de que la anguila era catádroma y es en este siglo cuando empiezan a ocurrir los primeros hechos que darían la pista definitiva para la solución del misterio.
Desde 1824 se empezó a sospechar que la anguila nacía en el mar y se creía que el punto de la puesta no estaba lejos de las costas e incluso se señalaban probables puntos de nacimiento de las anguilas en lugares cercanos al Estrecho de Gibraltar. Pero la verdad tardó mucho en llegar; fue en 1856 cuando ocurrió el primer suceso que constituiría la primitiva pista.
Aquel año en el Mar Mediterráneo el alemán J. Kaup descubrió lo que se creía era una especie adulta de pez de forma plana y tamaño reducido. Se dio a este pez el nombre vulgar de leptocéfalo y científicamente se le aplicó el de Leptocephalus brevirrostris. Más tarde se encontraron algunos otros leptocéfalos que tenían ciertas diferencias con el anterior y se les denominó Leptocephalus morrisi.
Con objeto de estudiar a los leptocéfalos, los italianos Grasi y Calandrucio dejaron algunos ejemplares en un acuario en 1896. Se llevaron una gran sorpresa cuando observaron que aquellos peces de cuerpo plano se iban haciendo cilíndricos y que al final tomaban una figura anguiliforme, terminando por transformarse en congrios.
Quizá fue mayor su sorpresa al intentar repetir la prueba con nuevos leptocéfalos, porque en esta ocasión en vez de transformarse en congrios se convirtieron en anguilas.
Lo que ocurrió fue que la primera vez se hizo el experimento con el Leptocephalus morrisi, que es la larva del congrio, y la segunda vez con el Leptocephalus brevirrostris, que es la larva de la anguila.

Fijaros lo interesante y trabajoso del tema para dar con el nacimiento de la anguila.
Después, siguió una búsqueda frenética de leptocéfalos hasta que el sabio danés Johannes Schmidt, fijó el lugar de nacimiento en el Mar de los Sargazos, después de un arduo trabajo que comenzó en 1904 y terminó en 1922.
Utilizó barcos desde los que largaban cables con redes para plancton en embudo, determinando por lo diminuto de los leptocéfalos y los huevos recogidos en otras fechas, que el lugar de nacimiento de las anguilas como se ha comprobado a posteriori con más detalle, quedo fijado en el Mar de los Sargazos.
La noticia la dio a la comunidad científica desde el barco Dana y el 5 de Junio de 1922 fue recibido en Le Havre (FR.) como un gran triunfador y le fue concedida la Legión de Honor.
La cantidad de huevos que deposita una anguila no es conocida con seguridad, pero posiblemente excederá de lo 10 millones.
Una anguila puede producir 3.000 kilos de angulas.

El largo y tenaz viaje de las angulas
Caía la tarde de otoño en las costas más accidentales de Europa cuando las primeras angulas alcanzaron el objetivo que tenían grabado en sus genes desde que, más o menos tres años antes, iniciarán el gran viaje de su vida. Iban llegando hasta la desembocadura de los mismos ríos que, otro otoño, descendieron sus madres para alcanzar la madurez sexual tras otra larga peregrinación hasta el centro del Atlántico Norte, entre las Bermudas y las Antillas: el mar de los Sargazos. Mar que es cuna y tumba de todas las anguilas del hemisferio... si alcanzan a completar su largo ciclo vital sin acabar prematuramente en el estómago de alguno de sus depredadores... o en el hirviente aceite de una cazuelita, en compañía de láminas de ajo y rodajitas de guindilla roja.

Esas primeras angulas se proponían remontar el curso del Miño, en la frontera hispano-portuguesa. Algunas de ellas, sin saber muy bien por qué, sintieron que habían completado su larguísimo viaje al llegar a las aguas, entre dulces y saladas, del estuario miñota. Estas últimas acabarían convirtiéndose en machos, aunque su madurez sexual tardaría mucho tiempo en llegar: entre nueve y doce años, cuando algunos ejemplares midiesen unas siete veces más que al llegar al río, justo a tiempo para regresar al mar de los Sargazos... o recién llegadas a él, que es cosa que no acaban de tener muy clara los ictiólogos. Las demás, que serán hembras, se tomaban unos días de descanso en esas aguas antes de afrontar la subida del río.
Para muchas, el objetivo final estaba todavía lejos: trataban de ascender el Miño hasta la confluencia con su mayor afluente, el Sil, remontar igualmente éste hasta el punto donde recibe las aguas del Lor y hacer de ese subafluente, encajonado en uno de los más bellos valles de Galicia, su hogar durante unos cuantos años. Eso si no acababan, mucho antes, siendo pasto del a voracidad de los gourmets de la villa lucense de Quiroga, donde las anguilas fritas gozan de notable reputación y generalizado aprecio.
Del mar de los Sargazos a las costas europeas hay, más o menos, unos cuatro mil kilómetros. Las angulas han viajado, a razón de casi cuatro kilómetros diarios. Ahora son o parecen unos gusanitos blancos, de unos siete centímetros de longitud y alrededor de medio gramo de peso, que han recorrido en tres años una distancia de casi sesenta millones de veces su propia longitud. Algo así como un hombre que viajase unos 108 millones de kilómetros: la distancia entre la Tierra y Venus cuando estos dos planetas están más alejados; más que la que separa la Tierra de Marte cuando el planeta rojo se encuentra más próximo a nosotros. Y eso... nadando. O, mejor dicho, dejándose llevar. Pero empecemos por el principio, y el principio puede estar, perfectamente, en nuestro río Lor.

Viaje al amor y la muerte
Nuestra anguila puede dar gracias por su suerte; ha tenido una vida larga, al menos desde el punto de vista de una anguila; ha cumplido nueve o diez años, mide aproximadamente un metro de largo y pesa algo más de tres kilos. Es un ejemplar magnífico, aunque los haya que llegan al metro y medio. Desde luego, es muy diferente de la angula que llegó al estuario del Miño, aunque ha crecido muy, muy despacio.
Aquel lejano invierno, el primero en agua dulce, apenas llegó a medir ocho centímetros; un año después, su tamaño era algo más del doble, entre 17 y 19 centímetros; en ese momento comenzaron a aparecer sus escamas... y su tamaño era el ideal para terminar sus días en la sartén, sin más problemas. La anguila queda dicho, es un animal de desarrollo muy lento, pese a su voracidad. No sólo su tamaño; sino también su aspecto ha cambiado mucho. Cuando empezó a crecer era una anguila "amarilla", por ser esa la tonalidad dominante en su parte ventral, mientras que el dorso es de color entre gris y pardo. Tenía los ojos pequeños y el hocico ancho. Pero entre los seis y siete años de vida, los ojos se le agrandaron, el hocico se afiló, el dorso se oscureció y la piel del vientre se hizo argéntea: nuestra anguila es ya una anguila "plateada". Es ahora, cuando desciende el río, cuando es más apreciada por los gastrónomos. Está a punto para su viaje nupcial; tal vez decida, antes de iniciar su camino por el Lor, el Sil y el Miño hasta el Atlántico, regalarse un último banquete: pequeños peces de río, algunos insectos... No volverá a comer, pero no le preocupa: ha almacenado suficiente cantidad de grasa como para soportar perfectamente la larga travesía hasta el mar de los Sargazos, hacia el que ahora se dirige a mucha mayor velocidad de la que vino: se supone que recorre diariamente unos treinta kilómetros, supuesto que deja el río en otoño y comienza a reproducirse al principio de la primavera siguiente.
Los machos, claro, acompañan a las hembras en este largo recorrido. Lo que nadie parece saber es cómo ni por donde van. Se supone que viajan a gran profundidad; de hecho, son extremadamente raras las capturas de anguilas más allá de las aguas costeras. En cualquier caso, cinco meses de viaje en ayunas agotan a cualquiera, anguilas incluidas; ese agotamiento, unido al desgarramiento de sus tejidos en el acto de la freza, hacen que la inmensa mayoría de ellas mueran después de reproducirse... no sin haber depositado un número indeterminado de huevos -indeterminado, pero enorme- a una profundidad media de mil metros.
De estos momentos de la vida de la anguila se sabe muy poco, y ese poco desde no hace demasiado tiempo; quede constancia de que el erudito coruñés Joseph Cornide, en su Ensayo de una historia de los peces, impreso en 1788, afirma que "todas las anguilas nacen en el agua dulce y con el tiempo bajan al mar". Al menos, sabemos que eso es erróneo.

Vuelta al cauce materno
Ya tenemos millones de huevos de anguila en las profundidades del mar de los Sargazos. Hay huevos europeos y huevos americanos. Tampoco se sabe por qué, pero ninguna larva equivocará su camino: no se han capturado jamás anguilas europeas en aguas americanas, ni al contrario. Se cree, pero tampoco hay pruebas al respecto, que las angulas tienden a regresar al río en el que vivió su madre mientras su padre se quedaba de juerga con los amigotes en su desembocadura. Es posible, pero cualquiera sabe; las anguilas no son demasiado locuaces. Esos huevecillos, en cuyo interior hay un glóbulo de grasa, ascienden rápidamente hasta una cota de 400 - 500 metros, en la que se supone que nacen las correspondientes larvas, dispuestas ya a cruzar todos los mares que se les pongan por delante.
Por entonces miden unos siete milímetros de largo y no se parecen ni a una anguila ni a una angula. En efecto, tienen más bien forma de hoja: parece que van para lenguados, no para peces serpentiformes. Tanto desconcertó esa forma peculiar que se creyó que se trataba de una especie distinta, a la que se bautizó y todo como Leptocephalus brevirostris. Una vez conocido mejor, que no del todo, su ciclo biológico, se devolvió a la anguila - o a la angula - lo que era suyo, aunque a las larvas aplanadas se las sigue llamando leptocéfalos.
Al año y medio del viaje, nuestro proyecto de angula ha crecido mucho; ya mide 75 mm., y es ahora cuando tiene más aspecto de hoja. Evidentemente, las angulas -los leptocéfalos- no fían a sus propios esfuerzos el buen éxito de su viaje; se apoyan, como es natural, en las corrientes marinas, muy especialmente en la más importante del Atlántico Norte, la corriente del Golfo. Por supuesto, muy pocas de las que nacieron en el Mar de los Sargazos alcanzan las costas europeas: son muchos los peligros a los que estas menudas larvas están expuestas en su larguísimo viaje, ya que se trata de un apetitoso y no complicado bocado para un puñado de peligrosos depredadores de todo tipo.
Cuando va a cumplir dos años y medio comienza a cambiar nuestra angula. Adelgaza. O sea, que va evolucionando hacia un cuerpo vermiforme, pierde alas y cada vez se parece menos a un lenguado. Curiosamente también encoge.
Poca cosa: viene a medir, entonces, unos siete centímetros más o menos el tamaño que tendrá cuando se haya convertido en una angula hecha y derecha. Eso ocurrirá ya a la vista de la costa, unos tres años después de haber iniciado el viaje. La anguila -la angula- cumple así su primer trienio y, como todo quisque, asciende: ya no es alimento de peces más o menos omnívoros, sino firme candidata a placer de gourmets. Para muchísimas de ellas, la llegada al río es el fin del viaje... y de su vida. Una vida breve e ignoramos si feliz; seguro que nuestra angula preferirá remontar los distintos ríos hasta llegar a ese cauce del Lor.
La que llega hasta allí lo tiene, hasta cierto punto fácil. Otras, por ejemplo las que pueden encontrarse, sin salir de la provincia de Lugo, en distintos humedales de laTerra Cha, dan muestras de una tenacidad asombrosa, ya que no temerán aventurarse por tierra firme, más o menos húmeda, sea césped o sean guijarros, cuando el curso liquido se interrumpe: ellas han de llegar a su destino, y más de una noche reptarán en su -en teoría- imparable camino hacia él.
Porque otra cosa no, pero tenaces, lo que se dice tenaces... son. Siempre se habla de las anguilas como ejemplo de lo escurridizo: son más tercas todavía, y se aferran a la vida con un lógico y desmesurado entusiasmo. De hecho, una anguila -y, como se verá, también las angulas- puede vivir perfectamente bastante tiempo fuera del agua; lo que no aguanta es, una vez muerta, en buenas condiciones. De ahí que sea mejor no liquidarlas hasta quese vayan a cocinar.

La última escapada.
Con las angulas ocurre lo mismo. Son, como el título de cierta película actual, difíciles de matar. Una experiencia personal ilustrará esto.
Hace un par de años, por Navidad, encontramos en La Coruña una pescadería que vendía angulas vivas. Vivitas y, claro está, coleando. Nos las prometimos felicísimas, y cargamos con ellas, pagando, como es de rigor, el agua en la que nadaban a precio de angula. Habíamos oído que las angulas se mataban con tabaco; pero un cierto escrúpulo de fumador empedernido nos impidió usar tabaco como arma letal, nos decidimos por el vinagre. Bueno allá estaban las angulas en su cacharro. Tapamos éste, por si acaso, con papel de aluminio, en el que hicimos un agujerito -mínimo, podemos jurarlo- para echarle vinagre. Vertimos el ácido, y nos dimos media vuelta. Nunca tal hiciéramos. A los pocos minutos, y sin más vía de escape que el tal mini orificio, el suelo de la cocina estaba lleno de angulas en franca desbandada.
El espectáculo que dimos toda la familia "cazando" angulas a mano y a cuatro patas es inenarrable. Pero es que, días después, apareció alguna angula... en el bolsillo de una camisa de mi padre, camisa que estaba en la lavadora, a su vez junto al fregadero que sirvió de improvisado patíbulo para esos alevines de anguila.
De verdad: no lo intenten. Un gran y tenaz viaje... que puede tener finales gloriosos, como angulas -a la bilbaína- , en ensalada o, si se convierten en anguilas de pro, tal vez en esa espléndida combinación en la que Martín Berasategui las sirve, ahumadas al modo holandés, en un delicioso milhojas de manzana caramelizada ,foie-gras y anguila ahumada. Quizá sea éste el fin más noble, el destino con el que, inconscientemente, sueñan nuestras angulas -o nuestros leptocéfalos- cuando abandonan las tranquilas aguas del Mar de los Sargazos.

Últimas reflexiones:
Si bien es cierto que en todas las costas marítimas europeas, hay angulas en cantidad también es cierto que los vascos hemos sido el único pueblo europeo que las hemos consumido con delectación.
Nuestra afición por estos pececillos se ha comunicado a pueblos vecinos y es algo curioso lo que dicen al respecto dos autores gallegos de una obra monográfica sobre angulas, María de los Angeles Alvariño y Olegario Rodríguez. Lo que dicen es, entiéndolo yo, del mayor inte­rés, y por supuesto, mucho más que dicho por un vasco. He aquí lo que dicen al respecto:
«La angula se consume principalmente en Bilbao, Madrid y Barce­lona. Y han sido los bilbaínos los que han propagado su consumo por todas las regiones españolas. En Barcelona fue introducida por los pelotaris vascos, lo que ha hecho que actualmente se pesquen en el río Llobregat. En Jerez de la Frontera, donde se desconocía, también fue introducida, según Gandolfi, por un oficial de la Remonta procedente del Norte. Ahora se pescan en el río Guadalete».
El libro está editado en 1951; sin embargo sobre el último punto hay otras opiniones.
Según Don Fernando Carrasco Sagastizabal las primeras angulas que se comieron en Jerez, se recogieron en el río Guadalete, en un paraje conocido por la «Corta», las pescó un padre franciscano, cuyo nombre era Rufino Bengoechea, nacido en Abadiano, pueblecito próximo a Durango, en donde vió la luz su madre, Maria Sagastizábal, amiga de la niñez de dicho fraile.
Debió de ser por el año 1908 cuando, a instancias del citado fraile, el carpintero de la bodega de su padre fabricó cedazos para recoger del río las angulas.
También recuerda que su madre mataba las angulas con polvo de tabaco, así como también los distintos guisos que hacía con ellas.
Por la procedencia y detalles podemos darnos cuenta de la certeza de los datos, que podrán servir para un posible historiador de las angu­las, que creo que si no ha nacido debe de nacer para narrar al mundo la historia de estos singulares pececillos, a los que sólo los vascos hemos apreciado hasta el momento.
Antes, la mayoría de las angulas que comíamos procedían de los ríos de Lapurdi, que comercialmente eran llamadas «francesas» aunque pescadas en aguas vascas. Eran de menor calidad que las de la Isla de Aguinaga, Bedua o Sasiola.
Las angulas entran en los ríos, según los autores, con ciertas fases de la luna, pero no las determinan. En el muelle de San Sebastián, se ha pescado alguna angula en el mes de agosto.
En el año 1930, entre guipuzcoanas y lapurdianas se vendieron en el mercado de San Sebastián, según cifras oficiales, 200 toneladas de angulas al precio de 5,50 pesetas el kilo de media, lo mas barato que he comprado angulas fue en San Juan de la Arena (Asturias) 1 kg. ya muertas y cocidas 75 pesetas, año 1968. En la actualidad es un articulo de lujo, a precios desorbitados, debido a que la angula viva la compran los japoneses para que en piscefactorias se conviertan en anguilas de las cuales son fanaticos consumidores.
Un problema interesante es el del grosor de las angulas. Son más gordas al entrar en el río, cuando son blancas que en los meses de marzo o abril, cuando son más oscuras.
Si son de buen grosor, entran unas dos mil en el kilo. Las de Lapurdi o «francesas» son más delgadas unas 500 ó 300 más por kilo. Para mi entender, la diferencia principal entre las angulas continentales y peninsulares estriba en la forma de darles muerte.
Es esencial matarlas con caldo de tabaco y se plantea el mayor pro­blema de saber cómo las matarían antes del descubrimiento de América. Las mata la nicotina del tabaco y no el benzopireno, que es en estos momentos quien se lleva la parte negra de la acción letal del tabaco cuando se fuma. Ya que en la infusión de tabaco hay nicotina, pero no benzopireno.
Otro tema a tratar es la bebida que debe acompañar a un plato de angulas. Una buena prueba sería acompañarlo con un vino de Jerez, en este caso el más apropiado creo que sería un fino, ya que un palo cortado u oloroso puede ser demasiado vino.
En la simple gastronomía vasca ya era un problema el vino que debe acompañar a las angulas, aunque para mi gusto, si no están muy picantes, y no tienen mucho ajo, va muy bien un chacolí blanco.
Si se ha ido la mano con el picante y se han puesto demasiados ajos, suele ir bien un chacolí tinto de Balmaseda, debido a que, para mí, se cumple en esto la norma gastronómica, que a un plato típico el vino de la tierra es el mejor acompañante.
La sidra, aún la muy seca, considero es poco bebida para este plato.

Preparación de las angulas
Partimos del supuesto de que tenemos en casa angulas vivas. Lo primero, hay que matarlas y no de cualquier manera.
Para ello se ponen a remojo, en dos litros de agua unos cincuenta gramos de tabaco del más ordinario que podamos encontrar. Aunque más rápido es hacer un cocimiento de este tabaco en esa cantidad de agua.
Se introducen en este caldo las angulas que morirán rápidamente.
Una vez muertas, se les pasa por agua repetidamente, hasta que vea­mos que no les queda nada de baba. Mientras tienen baba dan espuma en el agua de la vasija que las contiene. Es una operación molesta y larga.
Cuando ya están desposeídas de la babosidad, se pone una pequeña cantidad de ellas en un colador y éste en un puchero de agua hir­viente. El agua debe estar salada en la proporción de 30 gramos de sal por litro de agua.
En pocos segundos, las angulas de transparentes que son pasarán a ser blancas. Llegado este punto no se deben terrier más de un segundo cociendo. A continuación, saca el colador, dejando que escurran un poco y se colocan sobre un paño limpio. Se repite la misma operación con todas las que hayamos matado. Una vez cocidas, están listas para la preparación al pil-pil.

Angulas al pil-pil
Es la forma clásica de la cocina vasca de preparación de angulas. Se puede decir que en nuestra culinaria no hay otra fórmula clásica en lo que a angulas respecta.
La ración por persona se estima de media, entre 150 y 200 gramos. El aceite que les debe acompañar, en la cantidad de 50 cc por ración, debe ser del mejor, de oliva virgen y no refinado.
Medio diente de ajo por comesal y guindilla picante, al gusto.
La vasija de preparación obligada, en la Cocina Vasca es la cazuelita de barro con tal de que no sea nueva o si lo es debidamente tratada para que no dé gusto raro alguno a las angulas.
El modo de preparación de este plato es el siguiente: se ponen los ajos cortados en láminas gruesas en el aceite y la cazuelita al fuego. Cuando los ajos se doran se retira del fuego la cazuelita y se deja que se enfríe. Antes que esté del todo fría se añade la guindilla picante, teniendo cuidado de que se fría pero que no se socarre, lo que daría mal gusto al plato.
Una vez frío se ponen las angulas y se acerca a fuego vivo removiendo continuamente, con un tenedor de palo. Cuando vemos que “pilpilea” la preparación está lista para servirse.
Debe llegar a la mesa borboteando, ya que es un plato que se debe comer muy caliente.
Refrito de unas recapitulaciones realizadas Pancracio y Apicius
Bibliografia Angulas y Anguilas de Roberto Lotina, La cocina vasca de Busca Isusi y un articulo de Caius Apicius (Cristino Álvarez

08 junio, 2006

Maridajes con tortillas de patatas desconstruidas

Por Caius Apicius (Cristino Alvarez)
Cada vez hay más escuelas de hostelería, más departamentos de cocina en los institutos de enseñanza secundaria (IES)... La cocina, la gastronomía, están de moda, se dice, como si comer no hubiese estado 'de moda' desde la más remota antigüedad. Esta proliferación de centros de formación es, en principio, buena. Pero hay escuelas y escuelas, y profesores y profesores. Visto lo que uno ve a veces -más de las que le gustaría, desde luego- no deja de preguntarse qué les enseñan a sus alumnos.
Acabo de asistir, como miembro del jurado, a un concurso para escuelas de cocina pomposamente bautizado como "I Concurso Nacional de Maridaje". Yo, qué quieren que les diga a estas alturas, cada vez creo menos en los llamados 'maridajes' entre platos y vinos, pero acudí a la cita, pensando en que si hasta para un gran profesional es complicado lograr hoy un buen maridaje, qué será para alumnos de 19 ó 20 años. Se trataba de maridar tres platos: uno cuya base había de ser la tortilla de patatas; otro con la ternera gallega como ingrediente principal y, por último, un postre en el que debía haber queso de tetilla. Sencillo, en apariencia, ¿no? Pues... no. Lo del plato basado en la tortilla de patatas fue, literalmente, una pesadilla. Uno pensaría que la tortilla de patatas tiene pocos lances, y es algo medianamente sencillo. Ya. No contaba con la imaginación y las ansias de creatividad de los participantes y, es de suponer, porque estaban con ellos, sus profesores. Fue una sucesión de 'deconstrucciones' de la tortilla de patata. Y, una vez 'deconstruida', combinada con los ingredientes más disparatados e imposibles. Sé que hace ya tiempo que grandes cocineros están jugando con la tortilla, en plan 'deconstrucción'; pero para deconstruir una cosa hay, antes, que saber construirla. Y que unos chavales de las escuelas de cocina se dediquen a 'deconstruir' una tortilla en lugar de a hacerla... malo. Este tipo de cocina me recuerda siempre al gran Joan Miró; su pintura podía parecer fácil, pero él me explicó que, ante todo, quien aspire a destacar en la pintura deberá dominar las bases del arte; vamos, que debe dominar el dibujo... y luego ya irá 'deconstruyendo' ese dibujo. Mucho me temo que hoy todos los aspirantes a cocinero quieren ser Miró... sin aprender a dibujar. Un buen amigo me contaba, no hace mucho, que un conocido le envió a su hijo, que aún no había cumplido los 20, porque quería ser cocinero, con la esperanza de que él le orientase; hoy, cuando un hijo quiere ser cocinero, es raro que se trate de disuadirle. Lo primero que le preguntó al aspirante a 'cordon bleu' fue qué tipo de cocina le gustaba hacer. El chaval le contestó: "cocina de autor". Que es lo mismo que decir "ninguna". Pero hoy muchos llaman cocinar a seguir jugando, de mayores, a las cocinitas. Los chavales es lo que ven y, sobre todo, lo que leen -bueno; los que leen-. Y ellos, claro, lo que quieren es ser rápidamente ricos y famosos, y quieren tirar por el atajo para llegar a ser unos Ferrán Adriá. Pues no: no hay atajos. Hay años de trabajo, de aprendizaje de técnicas básicas, de estancias, después de la escuela, con los maestros. Claro que hay escuelas entre cuyo profesorado se cuentan jóvenes que han pasado directamente de ser alumnos a dar clases, o cocineros que han tenido una brevísima experiencia profesional, han fracasado y se han refugiado en la escuela... que exige muchas menos horas que un restaurante y donde se libra el fin de semana. Ojo, que hay magníficos profesores; pero los de este tipo abundan bastante. O sea: falla la base. Nadie quiere hacer un cocido, por lo que se ve. Y nadie les enseña. Platos para foto: eso sí. Con enunciados lo más largos posible, con la mezcla de ingredientes más disparatada que pueda imaginarse. Insisto: es lo que ven, y lo imitan; la culpa no es toda suya. En cuanto a los 'maridajes'... Bueno, todos se empeñaron en ligar el plato de 'tortilla' con algún vino blanco. No funcionó en ningún caso. La tortilla de patatas, el ciudadano de a pie la suele 'maridar' con una caña de cerveza, salvo que el ciudadano sea madrileño y se tome la tortilla a eso de las once, que la acompañará -horror- con un café con leche. Por lo demás, tratar de emparejar un plato pensado para fotografiar con un vino pensado para catar no es que sea complicado: es que es imposible. Y como nuestros cocineros y nuestros vinicultores van más por ahí que por hacer platos para comer y vinos para beber comiendo, pues... crudo lo tenemos

05 junio, 2006

El "Pill-Pill" de Angel Muro por Caius Apicius (EFE)

(Que conste que este Apicius no soy yo)

El bacalao al pil-pil es, para muchos, la receta reina de todas las ideadas para ese pescado; cualquier buen aficionado sabe que el pil-pil es esa salsa blanco amarillenta y untuosa que se produce al ligar el aceite con la gelatina que suelta el propio bacalao.

Pero cuando hablamos de pil-pil, algunos recordamos la insólita fórmula que para esta salsa, a la que llamó 'pill-pill', dejó escrita en su 'Diccionario de Cocina' (1892), Angel Muro. En realidad, Muro no ofrece la receta, lo que es raro en él, y sí hace un comentario humorístico. Transcribimos al pie de la letra:
"Pill-pill.- Nombre nuevo de una salsa roja que los gastrónomos bilbaínos han inventado ahora para comer sus sabrosos chipirones o calamares. Es una salsa fantástica de capricho, y dominan en ella las especias y en particular la pimienta de Cayena. Como todo lo de Bilbao, la salsa es buena, pero con ella hay que beber buen vino y eso sólo en Bilbao lo puede hacer cualquiera, porque allí todos tienen dinero." Hasta aquí, Muro.
¿Un pil-pil rojo y picante? Siempre nos preguntábamos en qué estaría pensando el docto Muro cuando redactó esa definición en su monumental diccionario. Y hete aquí que, estos días, nos hemos dado cuenta de que Muro no iba tan descaminado y, también, de que efectivamente escribió 'de oídas'. No pasa nada: eso es algo que suele hacer todo el mundo sin que nadie se rasgue demasiado las vestiduras.
Verán, en la interesante colección 'Las cocinas del mundo', que dirige mi amigo y colega Ignacio Medina, apareció la semana pasada el tomo dedicado a Sudáfrica y demás países africanos ribereños del océano Indico. Entre las recetas, figura la de una salsa llamada 'pili-pili', y también 'piri-piri'. Suena endiablada, y lo es; hace años que, en Lisboa, me enfrenté a ella; supongo que la habrían importado de Mozambique.
Vean la receta: hay que pelar, sacarles las pepitas y picar medio kilo de tomates, que van a una cazuela, en la que se les une media docena de guindillas rojas (sin semillas, porque si no la cosa puede ser literalmente infernal), media cebolla troceada, un diente de ajo picado y medio pimiento verde desvenado y en tiritas.
A todo ello se le añaden cuatro cucharadas (soperas) de zumo de limón, una (de postre) de azúcar y otra (de café) de sal. Se pone la cazuela a fuego medio, se lleva a ebullición, se tapa y se deja que todo cueza y se concentre, a fuego lento, durante hora y media, removiendo el contenido de vez en cuando. Luego no hay más que dejarla enfriar, envasarla y guardarla para una ocasión especial.
Efectivamente, Muro tenía razón: es una salsa roja y picante, aunque la palabra 'picante' se queda, en este caso, algo corta. Lo que no veo es cómo puede ligar este mejunje de todos los diablos colorados con unos chipirones; pobres chipirones... Y seguramente que la salsa precisa que se la rebaje, ya en el cuerpo de cada cual, con largos tragos de vino, aunque no soy capaz de imaginarme qué vino se podría beber con semejante barbaridad; me imagino que en Africa beben cerveza, que me parece más razonable.
Informa Ignacio Medina de que esta salsa se sirve con carnes o pescados a la parrilla. La verdad es que, para esas cosas, abundan las salsas picantes, como el propio chimichurri argentino, que al lado de la 'pili-pili' es un mero aficionado. Mi experiencia con el picante tiene hasta ahora sus cimas en algún pimiento de Padrón enloquecido, en unos cuantoschiles mexicanos, en una pimienta de La Palma que no olvidaré mientras viva y en un 'paprikazo' que me suministraron en Budapest por hacerme el valiente.
Y que conste que me gusta un toque picante en muchas cosas, pero con educación; no quiero que me arda la boca, que se me alfombre la lengua, sino, sencillamente, que me suministre un agradable calorcito, un punto de picardía. Me temo yo que una 'pili-pili' en estado natural rebasa la picardía para caer en la obscenidad.
Pero queda claro que Muro sabía de lo que hablaba; a él se lo habrían contado, y él lo contó a su manera; por lo que se ve, alguna peculiaridad del carácter bilbaíno ya conocía bien don Angel. Pero por allá arriba a lo más que ha llegado uno es a meterse en la boca alguna piparra (guindilla verde en vinagre) particularmente irrespetuosa; nada más.
Por si acaso, seguiré cerciorándome de que cuando me ofrezcan bacalao al pil-pil hablamos de pil-pil, y no de pili-pili. Qué contraste: una de las más deliciosas salsas de la cristiandad a la que sólo una vocal duplicada separa de un anestésico bucal fulminante.