28 abril, 2008

Última Cena

Articulo aparecido en el Pais Semanal el 27-4-08 y en este enlace de Internet por Manuel Vicent.

Si se trata de montarse para uno mismo la última cena, lo primero que hay que procurar es que a la mesa no se siente ningún traidor ni nadie que esa misma madrugada, antes de que cante el gallo, te niegue tres veces. Cuando a Jesús de Nazaret en el Cenáculo, ante el cordero asado, el chivato de turno le sopló por lo bajo que allí, mojando en el mismo plato, había uno que lo iba a entregar a los verdugos por treinta monedas y otro que se haría el loco a la hora de dar la cara por él, el Maestro exclamó: “Pero, ¿con qué clase de hijos de puta estoy cenando?”. Y eso que era Dios. Al día siguiente lo crucificaron.
Una última cena siempre suena a patíbulo antes que a bacanal romana. Más que pensar en el placer de los sentidos, uno tiende a imaginar el corredor de la muerte en el momento en que se acerca a la celda del condenado alguien de cocinas enviado por el alcaide de la prisión para ofrecerle el plato de su gusto como deferencia antes de empujarlo al más allá. La inmensa mayoría de los asesinos, que han tenido estómago para acuchillar o balear a cualquier prójimo, no lo tienen, en cambio, preparado en ese instante para digerir unas judías con chorizo. Tampoco se trata de hacerse el finolis en esa hora suprema y pedir una gollería de la nueva cocina, sólo apta para desdentados. Un condenado a muerte que se precie debe contestar: dígale al alcaide que se meta el plato por donde le quepa. Pese a todo, yo pediría una tortillita a la francesa con perejil para quedar bien, porque, en caso de ser ultimado por la ley, dado mi carácter, soy de esos que se dejarían fusilar injustamente con tal de no llevarle la contraria al jefe del pelotón. Por eso estoy escribiendo este artículo.
Puesto que se trata de una ficción literaria, al final de mi vida me gustaría realizar un resumen de todos los mejores sabores que a lo largo de mi vida me han visitado y que todavía me perduran en la memoria del paladar. A ese placer uniría la imagen de algunos lugares maravillosos que he recorrido por el planeta. Todos los mejores sabores son el mismo sabor, y como en el Aleph de Borges, también todos los lugares del mundo donde uno lo ha pasado bien son siempre el mismo lugar. Me basta con recordar la terraza del hotel Gritti Palace sobre el gran Canal de Venecia y un campari; el belvedere de Villa Politi sobre la latomía de Capuchinos en Siracusa y un oporto; el sol en el mármol de un velador de la Cloiserie des Lilas en París y media docena de ostras; el pub Davy Byrnes de Dublín y una pinta de Guinness; el bar del hotel Cathai de Shanghai y el perfume de opio; un cafetín de Sausalito en San Francisco, un bar destartalado de la Cornisa de Alejandría, una plazoleta del barrio de San Telmo de Buenos Aires, el River Café de Nueva York y cualquier brebaje que te permita ver tu rostro reflejado en el fondo del vaso, tal como era en el momento más feliz de la vida.
En el bautismo, según el rito cristiano, al recién nacido se le unta la nuca con óleo, y al agonizante se le hace lo mismo en la planta de los pies con la extremaunción; pero entre la vida y la muerte, el aceite se usa para innumerables guisos y ensaladas. En el Corán se le define como la luz de Alá. En mi caso mandaría al camarero que inundara, en primer lugar, un plato hondo con aceite de la Sierra de Espadán y me sirviera unas rebanadas de pan de pueblo que no hubiera perdido el perfume de las tahonas de mi niñez, el mismo que después sentí que se repetía en los hornos de Fez al anochecer un día de ramadán con plenilunio mientras las trompetas de plata sonaban desde lo alto del minarete de la mezquita de los Andaluces para avisar del fin del ayuno. Mojar pan con aceite antes de subir al cadalso sería la última señal de sabiduría.
Después me bastaría con cerrar los ojos para oler unos erizos capturados en los bajos de aguas claras de enero en el Mediterráneo entre la sutileza de algas muy frías. A renglón seguido me haría leer unos tercetos de la Divina comedia, de los que conducen al infierno.
Puesto que iba a entregar enseguida mi cuerpo a la eternidad no pediría carne. Si el maître me ofreciera, como sugerencia del chef, unas raspas de salmonete carameladas le diría que se las diera al gato y que me trajera una escorpa braseada al carbón sobre su propia coraza, pero a condición de que me devolviera a mis veinte años, cuando la tomaba bajo una parra en los días de verano al final de una travesía a bordo de una mallorquina. En este momento todavía no se me ha advertido de si iba a morir de muerte natural o ajusticiado. La cosa cambia. Conocí a un viejo que en el lecho de la agonía dio por buena su vida por todo el café que había tomado y a continuación estiró la pata. Y hubo en Valencia un condenado a garrote vil que sólo transigió en confesarse después de que el padre capuchino le prometiera que así iría al cielo y allí le darían paella con conejo y pollastre. Un arroz en el paraíso no estaría mal, pero nada es comparable con el perfume del café a la hora del desayuno unido al olor de la tinta del periódico en la Tierra.
En las cartas de los restaurantes con una cocina de diseño, a la hora de describir los platos se hace la mejor literatura de ciencia-ficción. Alimentos terrestres, sencillos, sin condimentar demasiado son los que a mí me gustan. El arte de la cocina nace de la escasez. La abundancia sólo produce retórica. Innumerables madres han creado increíbles platos de la nada. Pero de la retórica también se vive. De modo que para mí, la sopa de verduras tendría que estar cocinada con los cardos y nabos de un bodegón de Sánchez Cotán, y a la hora del vino me pediría un ribeiro Sanclodio para la escorpa y un priorato Perinet para el queso torta del Casar. Y de postre me bastaría con imaginar una sandía abierta a mitad de agosto a la sombra de un algarrobo mientras el aire freía chicharras, pero a la hora de asumir una fruta de verdad elegiría siempre cerezas. Aunque no sean de mejor calidad que las que se dan en los valles de Laguard y de la Gallinera en la Marina Alta, pediría las que están esparcidas sobre el mantel blanco de la Última Cena de Ghirlandaio, que se conserva en el refectorio menor del convento de San Marcos de Florencia.
No obstante, daría con gusto mi cuello a sayón si como gracia se me permitiera por unas horas volver a mi juventud para entrar en Casa Barrachina de Valencia y pedir un bocadillo de blanco y negro con una cerveza cuya espuma, como entonces, se derramara sobre mi pecho valeroso cuando creía que la vida era una espléndida broma, un juego muy divertido que no iba a terminar nunca.