16 abril, 2008

Divagaciones sobre la ensalada

Lo que sigue fue escrito por Maria Mestayer de Echagüe, Marquesa de Parabere en su libro Historia de la Gastronomía. En 1996 hubo una reedición por R&B con ISBN (10) 84-88947-58-5 ISBN (13) 978-84-88947-58-1.
Es una publicación interesante y entretenido.

Divagaciones sobre la ensalada
Habrá quien piense: «¡Qué tontería! ¿Qué se podrá decir de la ensalada que resulte interesante? Pues mucho bueno. Y quien no me crea que lea este artículo; tal vez cambie de parecer...
De primera expondré algunos preceptos de cómo se ha de sazonar la ensalada.
Lo primero y principal estriba en emplear exclusivamente aceite de oliva, excluyendo rotundamente los aceites de almendras, nue­ces o cacahuetes; desde luego que el aceite de oliva ha de ser perfectamente puro y refinado.
Segundo requisito: el vinagre ha de ser exclusivamente de vino. Tercer requisito: la proporción de aceite y vinagre ha de ser de tres cuartas partes de aceite por una de vinagre, y ésta escasa.
Alfredo Suzanne, en su tratado L'art d'accommoder les salades, hace resurgir un viejo precepto que bajo una fórmula humorística no deja de ser veraz: «Para sazonar una ensalada se requiere cuatro genios distintos: un pródigo para el aceite, un tacaño para el vinagre, un sabio para la sal y un loco para removerla».
Suzanne, como lo pueden comprobar mis lectores, no men­ciona la pimienta. La aportación de ésta es facultativa; pero, si se añade, ha de ser en cantidad mínima; por tanto se la adjudicaremos al tacaño.
Nosotros enmendaremos el precepto, cuya paternidad rechaza Suzanne, diciendo que para remover una ensalada más que un loco precisa que el «removedor» sea persona cuidadosa y pacienzuda.
Y ahora encaja a las mil maravillas una anécdota sobre la ensalada, que copiamos de Brillat-Savarin —éste la divulgó, y como se ha hecho del dominio público, la transcribimos sin es­crúpulo alguno.
Un emigrado francés, de nombre Albignac, hizo su fortuna en Londres por su habilidad en sazonar la ensalada.
(Lo asegura Brillat-Savarin y yo me limito a transcribirlo de­clinando toda responsabilidad).
Este emigrado, que como tantos otros aristócratas franceses tuvo que huir cuando la Revolución francesa, lo mismo que la mayoría de ellos fuese quedando sin recursos por alargarse su destierro.
A pesar de ello nuestro Albignac hallábase un día comiendo en una de las más acreditadas tabernas de Londres, y a la vez que saboreaba un suculento rosbif se fijó en una mesa, no lejos de la suya, donde estaban comiendo media docena de ingleses jóvenes y elegantes, al parecer de la mejor sociedad de Londres. Uno de ellos se levantó de pronto y acercándose a Allbignac le dijo: «Señor francés, siempre hemos oído que su nación tiene un arte especial para sazonar las ensaladas. ¿Sería usted tan amable que condescen­diera a condimentarnos una?».
Albignac, al pronto se sorprendió; pero reponiéndose consintió en ello y pidió los ingredientes necesarios para proceder a su obra de arte; tuvo la suerte de acertar y complacer a los ingleses. Mientras dosificaba los ingredientes contestó con franqueza a las preguntas que le hicieron; dijo que era un emigrado, y confesó, no sin azorarse, que vivía gracias a los socorros del Gobierno inglés, circunstancia que aprovecharon los contertulios para ofrecerle un billete de cinco libras y que él aceptó con algún remilgo.
Albignac les había dado sus señas, y grande fue su sorpresa al recibir una carta en la que en términos halagadores para él le suplicaban fuese a sazonar una ensalada en uno de los más aris­tocráticos palacios de Grosvenor Square.
Albignac pensó que esto podía ser una mina, y a la hora dicha dirigióse al lugar de la cita, no sin haber hecho antes buen acopio de los ingredientes que juzgó iban a serle necesarios, a fin de llevar a buen fin su cometido.
Tal fue el éxito y la gratificación que no cabía en sí de gozo...
Como se habrán percatado mis lectores, los muchachos se habían propuesto protegerle alabando por doquier su habilidad en sazonar ensaladas. Su fama corrió cual reguero de pólvora y fue designado en la alta sociedad londinense como “fashionable salat­maker”, y como todo es cuestión de moda, nadie quería ser menos, y mi bueno de Albignac corría desalado de palacio en palacio para sazonar ensaladas.
Como sus ingresos eran cuantiosos adquirió un coche para poder acudir a cuantas mansiones era llamado e hizo acompañarse de un criado que era portador de una preciosa arquita con cuantos ingredientes eran necesarios para llevar a bien su cometido, y que no eran pocos los tales ingredientes: vinagres diversamente aromatizados, aceites variados, suya india, caviar, trufas, anchoas, catchup, mostaza, jugo de carne, yemas de huevo, huevos cocidos, perejil, estragón, etc., etc.
Con el tiempo hizo fabricar unas arquitas que, guarnecidas igual que la suya, vendía a buen precio.
En fin, gracias a sus ensaladas y sus arquitas realizó una fortuna de 80.000 francos (téngase en cuenta que de esto hace siglo y medio y que el dinero entonces tenía más valor que el equivalente de hoy día).
En cuanto pudo realizó dicha suma y se, trasladó a Francia, invirtiéndola en fincas rústicas; se enriqueció aún más y murió poderoso en la que tenía enclavada en el Limosino.
Alfredo Suzanne, comentando la anécdota, achaca el éxito de Albignac a que los ingleses de entonces no conocían el aceite, y que tan sólo comían las ensaladas sazonadas con sal, y también porque es cuestión de moda y, sobre todo, de suerte.
La ensalada que más se ha ensalzado fue la de la gran trágica mademoiselle Georges. Todas las noches daba de comer a sus íntimos y admiradores: invariablemente les obsequiaba con una ensalada de trufas. ¿Cabe mayor sibaritismo?
Transcribamos lo que nos dice Alejandro Dumas (padre), que era uno de los comensales y una autoridad gastronómica: «En cuanto Georges regresaba del teatro le presentaban una jofaina de hermosa porcelana llena de agua perfumada, donde se lavaba perfectamente las manos; luego le traían otra fuente llena de hermosísimas trufas bien limpias, un tenedorcito de oro y un cuchillito con mango de nácar.
«Georges entonces, con su perfecta mano de rasgos clásicos y con sus dedos que parecían de alabastro, terminados con uñas rosadas, mondaba los tubérculos negruzcos, que eran como or­namentos para sus manos, e iba colocándolos en una ensaladera; una vez colocadas todas, las sazonaba con pimienta negra, luego les echaba unos átomos de pimienta de Cayena y las rociaba con aceite finísimo; a continuación entregaba la ensaladera a uno de sus lacayos para que la removiera a conciencia.
«La cena se completaba con un asado, capón, pavo poularda o faisán, según la estación. Y siempre la consabida ensalada.
«Es difícil concebir el aroma de esas trufas, sencillamente sa­zonadas con aceite fino y pimienta».