12 marzo, 2011

Ayunos y abstinencias

Parte del prólogo del libro Ayunos y Abstinencias, Cocina de cuaresma por I. Domenech y F. Martí.



Hasta muy avanzado el siglo XIX, la cocina de buena parte de las casas había sido la cocina tradicional transmitida por tradición oral. Pero a finales del XIX y principios del XX las amas de casa que habían aprendido a leer y escribir y que se servían habitualmente de libros de cocina -aun siendo pocas, todo hay que decirlo- necesitaban libros de cocina cuaresmal para escapar a la triste rutina de lo cotidiano. Estos libros, siempre sancionados con el nihil obstat por la burocracia episcopal correspondiente, se ajustaban, naturalmente, a la liturgia de la Cuaresma, pero no está presente en ellos el rigor de la cocina tradicional. Pues aunque el refrán diga que


La Quaresma i la justicia
Son fetes per als pobres


los libros de cocina cuaresmal se hacían más bien para los ricos, únicos que en realidad los necesitaban.
En estos libros figuran recetas de mariscos y de todos los príncipes de la mar (dentón, lubina, mero, lenguado, merluza, rape) adecuadamente adobados con salsas aromáticas que eran lenitivo de la tristeza penitencial de la Cuaresma.


El libro que presentamos, obra de Ignasi Domenech y F. Martí, forma parte del tipo de libros que hemos descrito; va precedido de los inevitables permisos eclesiásticos; en la introducción se da cuenta de todo lo referente a lo que manda la Iglesia a sus fieles en materia de ayuno y abstinencia. En el mismo apartado se nos muestra lo convenientes que son para la salud del cuerpo —dejando de lado lo que la Iglesia manda en lo que al alma se refiere — estas prácticas y se citan trabajos de médicos y dietistas que aconsejan y recomiendan los ayunos y abstinencias a lo largo de todo el año.

Mas consideremos la realidad un poco más de cerca, con una óptica en cierto modo etnográfica. En nuestra sociedad tradicional, sobre todo en los medios rurales, la dieta habitual estaba compuesta básicamente de un guiso de legumbres (alubias, garbanzos), patatas, verduras y hortalizas de composición variable a lo largo del curso del año —esto es, por ejemplo, con espinacas en invierno y alubia tierna en verano—, bien acompañado con un trozo de butifarra, un pedazo de hueso de jamón o un poco de grosura. La carne era —y es todavía— privilegio de días señalados (la fiesta mayor, Pascua, Navidad, la vendimia, etc.) en que la dieta se a.ltera y se apoya solamente en las proteínas. Según Valdés] las comunida¬des rurales mantienen durante todo el año un bajo consumo proteínico y celebran periódicamente —unos cuarenta días en la comunidad asturiana por él estudiada— una fiesta en que la carne es elemento principal de la dieta. En el caso de la Cuaresma, entre Carnaval y Pascua hay cuarenta días de ayuno y abstinencia. Ahora bien, si en los medios rurales esta práctica estaba incorporada tradicionalmente a los hábitos alimentarios, ¿a quién iba dirigida la norma? ¿A quién los libros de cocina? Sin lugar a dudas al hombre urbano, que ya había perdido la periodicidad tradicional y que podía disponer a lo largo de todo el año de todo tipo de productos alimenticios.


El libro que prologamos está encuadrado en este marco del hombre urbano que ha perdido la repetición que comporta la tradición. Más concretamente, en lo que a las recetas se refiere podemos hacer cuatro apartados.
El primero dedicado a diversas variantes de potajes. Las cantidades citadas hacen pensar que estaba más bien destinado a las comunidades religiosas con vistas a ayudarles a introducir cierta variedad en su dieta.
El segundo está dedicado a las comidas de ayuno y colación y recoge platos sencillos bien aromatizados, que requieren una huerta variada al alcance de la mano y que probablemente proceden de la cocina tradicional de todo el estado español, transmitida por tradición oral hasta hoy mismo.
El tercer apartado está dedicado a comidas y cenas de vigilia y ya se interna claramente en el mundo de la cocina que podríamos llamar "culta", a base de pescado y huevos cocinados a la manera de aquí y de allá, e incorpora también algunos platos tradicionales recuperados por la cocina de cocinero profesional.
La última parte está dedicada a las salsas y a otros platos provenientes de la cocina menestral.


El libro, incluida su heterogeneidad, es una delicia para el lector aficionado a la cocina, pues sugiere cantidad de reflexiones sobre nosotros mismos y sobre el entorno material y simbólico que conforma nuestra vida cotidiana.
Pocos de entre los libros sobre la cocina de Cuaresma del primer tercio del siglo veinte que hemos consultado dan información tan abundante y diversa como este, que nos permite entrever la filosofía esencial que estos libros y su publicación comportaban.
Ignasi Doménech es el cocinero experto que está en todas las cocinas de las casas de la pequeña y la gran burguesía y, en todas las situaciones, junto al ama de casa inquieta en una sociedad en plena ebullición de formas nuevas en todos los campos del arte y de la cultura. Y en este caso con ribetes didácticos desde el punto de vista dietético respecto de las comunidades religiosas y asilos, donde seguramente se seguían regímenes muy severos que podían comportar desnutriciones y hasta enfermedades.
DOLORS LLOPART
(Traducido del original catalán por Alberto Clavería)

07 marzo, 2011

La salsa del Padre Guzmán

El artículo que seguirá salió de la pluma del insigne escritor y crítico gastronómico Xavier Domingo.

Tras los Carnavales hemos entrado en Cuaresma, tiempo que dicen que fue de grandes ayunos y abstinencias, por lo menos para los pobres. Y para los santos, esos refinadísimos masoquistas.
Los ricos y el resto de la clerecía, la puramente profesional y sin caprichos místicos, lo pasaba muy bien, gracias.
Hay cantidad de recetarios, hay toda una cocina elaboradísima y suculenta, monacal, canonical y episcopal y aun papal, para días de Adviento y Cuaresma, a base, eso sí, de verduras y humildes pescados, crustáceos y mariscos: merluza, caviar, langostas y bogavantes, ostras y camarones, lamprea y rodaballos; en fin, el pescadito eclesial de los viernes, siempre tan exquisito y sobre todo cuando realmente es de los viernes. Sus eminencias, en eso, eran exigentes. Ya que sacrificaban carnes y longanizas y aceptaban con santa resignación cristiana la cocina del pescado, que por lo menos fuera del mejor y del día.
Mucho más duros son los tiempos laicos actuales, en los que las cuaresmas duran todo el año y se llaman crisis y peor aún en tiempos socialistas modernos, en los que los curas e inquisidores son los economistas, agoreros sin ambiciones, figuras de tartufo y avaro, siempre con una maquinita japonesa en la mano y haciendo números y estadísticas siempre llenos de errores. Peste del mundo de hoy, los economistas, ese mísero cuerpo de intendencia de la política que se ha subido al pino y practica con caralampio la frustrante actividad de abortar todo gran proyecto. «L'intendence suivra», clamaba De Gaulle, poniendo a los contables en su sitio. Aquí eso no lo sabemos hacer y por eso vivimos bajo la cuaresmal batuta y el pobre hisopo de la banda economista. Y así van las cosas, en el Gobierno y en las empresas. Sin osadías, sin grandeza, al arrastre y cobardemente.
Tengo a mano siempre, cuando quiero hacer un suculento ágape lleno de sobriedad cuaresmal, el recetario para curas escrito por el cocinero Ignacio Domenech con el reverendo padre Martí, encargado de velar por la ortodoxia de la cocina.
He aquí, sin ir más lejos, el menú del almuerzo y de la cena para el segundo día de las durísimas abstinencias cuaresmales.
Para mediodía: popota de puerros monjiles, huevos a la Furstemberg, pescadilla modernista, bacalao a la Erucksame, manzanas a la Constantino, pasteles Santa Clara y frutas finas.
La cena era todavía más sobria: ostras, crema tostada de pan León XIII, medallones de merluza a la romana,`salmón con langostinos a la salsa del padre Guzmán, coles de Bruselas con piñones a la sor Beatriz, bizcocho financiero, mantecado de crema, tejas puntilla y frutas secas.
¡Qué ungido día de contrición y penitencia! ¡Cuánta espiritualidad y dolorismo se respira en el aroma de esas pobres pitanzas!
Ese salmón con langostinos a la salsa del padre Guzmán, sobre todo. El tal padre Guzmán, ¿quién sería? Debiera estar en los altares el santo varón y de patrón de los cocineros y gastrónomos. Un asceta de primera fila, un padre del éremo, un abate Pafnucio subido en su columna, un San Pacomio el de la Tebaida, que llegó a los ciento diez años a base de pan y agua (con algo de queso y alguno que otro vasito de vino).
Quiero transcribamos puntualmente la receta del padre Guzmán y deleitémonos con esas florecillas franciscanas, el seráfico perfume de su mística pobreza y el deleitoso y humilde sabor de su beatífica composición.
«Un trozo de tres cuartos de kilo de salmón bien fresco y dos langostinos por cada comensal (sic). Los langostinos se ponen a cocer con agua, sal, laurel y perejil, y en el mismo caldo se cuece el salmón. Se prepara la salsa siguiente: A una mayonesa un poco clara, que se pone entre hielo picado o en sitio fresco, se le une una cucharada de mostaza inglesa, perifollo picado, coral de langosta pasado por tamiz, pimienta blanca en polvo y la sal correspondiente. Al momento de servirse se coloca el salmón bien escurrido en una fuente con servilleta, se adorna con los langostinos mondados, algunos trozos de huevo duro y perejil en rama fresco. Servir la salsa en salsera.»
¿En salsera? ¡En copón o pila bautismal, no seamos anticlericales!, y ¡viva el padre Guzmán!