22 marzo, 2008

Los cocidos en el resto de Europa

Lo siguiente se publicó en "El libro de la cocina española, Gastronomía e Historia por Néstor Lujan y Juan Perucho en 1970.
Es un libro interesante. Hay una reimpresión del libo con ISBN 84-8310-877-1 por Tusquets en el 2003.

El "pot.-au-feu" se encuentra ya en la Alta Edad Media, en Francia, y po­siblemente tiene su origen en los antiguos cocidos romanos. La palabra "pot-­au - feu" viene del latín popular "pottus" y su etimología latina no hemos conseguido saberla. Ya en la Edad Media, al cocido se le llamaba simplemente "pot", sin perjuicio de conocerlo también por marmita o por olla. En el si­glo XVII con la llegada a la Corte de las princesas españolas que gustaban de la olla podrida ibérica — Ana de Austria, esposa de Luis XIII y su sobrina y nuera María Teresa, esposa de Luis XIV —, es indudable que el "pot-au-feu" se enriqueció, a pesar del horror que a los cocineros clásicos franceses les produ­cía la barroca disparidad de nuestra olla podrida.
Aunque sea una digresión, como afecta a la cocina española. esperamos que nos será permitida. Ana de Austria es bella, nada querida de su pueblo, ena­moradiza, muy nostálgica de la cocina que dejó. Con ella entra en la Corte la olla podrida. Su nuera María Teresa, esposa de Luis XIV, menos inteligente, está todavía más apegada a sus recuerdos infantiles. Lleva a París una doncella o guisadora llamada "La Molina". En las Memorias de mademoiselle de Mont­pensier se critica a la cocinera y a la reina que era, en verdad, poco atrayente: "Tenía unos dientes negros y cariados porque comía constantemente chocola­te, según unos; porque frecuentemente comía ajo, según otros". Luego añade la rencorosa princesa — quiso casar este marimacho con su primo Luis XIV — que la Molina "apacigua el hambre de su señora dándole para merendar unos pasteles fríos, preparados con carne picada, fuertemente sazonada y encerrada en una pasta feuilletée..."
Se trataba, pues, de bellas aportaciones a la cocina francesa: el chocolate, la olla — no el "pot-au-feu" —, el hojaldre. ¡Qué ingrata la señorita de Orléans, duquesa de Montpensier, llamada también la Grande Demoiselle, odiada por su primo porque, durante la guerra de la Fronda, un artillero bajo su mando caño­neó a las tropas realistas!
Algo más dejaron las princesas españolas: la célebre medianoche, la co­mida que se tomaba después de la medianoche de un día de vigilia, en el mismo momento que cesaba la abstinencia. Luis XIV se aficionó a estas comidas y se llegó a servirlas cualquier día de la semana. La palabra médianoche — acentua­da así para no pronunciar la medianoché — fue común en la prosa — la mejor
que ha producido Francia — de los siglos XVII y XVIII. Madame de Sévigné la usaba con fruición. Hoy ha sido sustituida por el socorrido "souper".
El "pot-au-feu" fue la comida esencial de la familia francesa durante si­glos, En el trance de la Revolución, el vizconde de Mirabeau, hermano del gran tribuno de la Revolución, veía en el "
pot - au - feu" popular una de las bases de la monarquía. Así lo afirmó con voz tronitosa.
Sea como fuere, el "pot-au-feu" tradicional se preparaba con carne de buey y las legumbres pertinentes. Este es, sobre todo, el "pot-au-feu" del norte y centro de Francia. De este "pot-au-feu" se separaba el caldo llamado con­somé blanco. La costumbre de tomar por separado el caldo y la carne viene del Renacimiento, del siglo XVI exactamente. En el sur de Francia, el "pot - au - feu" era más complicado: a la carne de ternera o buey añadían, como se hacía en Es­paña, carne de cerdo, jamón, embutidos, y en la parte de Toulouse el "Confit­ d'oie", la deliciosa carne de oca salada. Este cocido se parecía más a los usos y costumbres españoles, aunque sin llegar a la fabulosa diversidad de ingredien­tes de la olla podrida, madre del cocido clásico castellano actual.
Otra variante del "pot-au-feu", de acento gascón, es la "poule-au-pot". El éxito de la "poule-au-pot" viene de la época de Enrique IV, cuando el monarca bearnés sube al trono. Después de las guerras de religión que asolaron al país de norte a sur y de este a oeste, la obra de pacificación de Enrique IV encontró un personaje considerabilísimo en su primer ministro Sully y en el teorizador de la alimentación tradicional y de la riqueza agrícola del campo francés, Olivier de Serres. Olivier de Serres, autor del célebre libro Thédtre de l'agriculture et ménage des Champs, publicado en 1600, incita a los franceses al cultivo de los campos, a permanecer en sus tierras y a perfeccionar los métodos de cultivo. Al extraordinario aventurero que fue Olivier de Serres debe la gastro­nomía francesa — y de hecho la cocina de todo el mundo civilizado — la presen­cia de las legumbres frescas. Estas legumbres se presentan con toda brillantez en el gran plato popular de Gascuña: la "poule-au-pot", que es la gallina relle­na o acompañada de cerdo fresco, carne de ternera y jamón de Bayona.
Volviendo al "pot-au-feu", hemos de decir que permanece inmutable en toda la cocina francesa hasta nuestros días. Cuando a fines del siglo XVIII se em­piezan a instalar en París, los restaurantes que sustituyen a las antiguas hostele­rías, se rinde homenaje al gran plato tradicional del pueblo francés, y en el "quai de la Vallée" o "de la Volaille", hoy "des Grands Augustins", se instala "A la Marmite Perpétuelle". Esta institución del "quai de la Vallée", "verdadero valle de Josafat para todos los animales de pluma", estaba situado al lado del mercado de volatería y se caracterizaba por una gran olla que no paraba de her­vir día y noche, y en la cual cocían capones y carne de buey. El avisado cocinero, cuando retiraba una cantidad de carne, la sustituía por otra de igual peso. El gastrónomo Grimod de la Reyniére afirmaba: "Están tan cerca de esta marmi­ta los capones, que es lo más fácil del mundo sustituirlos. En 86 años, tiempo que la marmita lleva funcionando, calculo que han entrado en ella medio millón de capones". En aquella época, casi todos los restaurantes de París tenían como plato básico el "pot-au-feu". Hoy los tiempos han variado y pocos cocineros lo presentan, aunque sigue siendo un plato familiar, sobre todo en el campo.
Lo que sí se encuentra, en una versión en tono menor, es la sabrosísima "petite marmite", cazuela con pollo, buey y legumbres, que popularizaron los grandes restaurantes del Segundo Imperio.
Bélgica, vecina de Francia, nos ofrece el "hochepot" de Gante, que tiene una clara relación con el "pot-au-feu" francés. Por otra parte, la palabra es francesa y aparece en los antiguos libros de cocina. Pero el "hochepot", en Tail­levant, presenta una novedad y es que al caldo se le añade vino blanco. La "po­tée flamande" es otro gran cocido, donde triunfa, sobre todo, la carne de cerdo. En estas especialidades sí es posible advertir la influencia de nuestros antepa­sados y sus ollas de cristianos viejos, tan ricas en productos porcinos.
Escocia presenta también un curioso cocido, el "Odge Podge", que suena raramente, parecido al "hochepot", aunque, según parece, la etimología no se ha pronunciado en favor de una mutua influencia. El "odge podge" escocés es un cocido en el cual se reúnen carne de buey y carnero, con diversas legumbres, entre las que se encuentran judías blancas, habas y judías verdes, sazonadas con un diente de ajo.
Es curioso que lo hayamos comido no en Escocia sino en Natal, en Afri­ca del Sur, y con un calor tropical. Eramos los invitados de unos escoceses que quisieron darnos buena muestra de su cocido nacional. Quizás en Escocia no lo hubiéramos hallado. No son raros estos hechos: en Ciudad del Cabo en casa del cónsul de España, nuestro amigo Mario Ponce de León, tomamos uno de los mejores "cassoulets" de nuestra vida. El cocinero era italiano; el "cassoulet", inolvidable.
Más fino que el "odge podge" es otro potaje, el "Cocky-leeky", que viene de dos palabras inglesas: "cock", que quiere decir gallo, y "leek", que significa puerro. Se sirve en sopa todo junto, es decir, el caldo, el pollo en pequeñas es­calopas y los puerros en julienne. Todo esto nos parecería muy bien si los es­coceses no solieran añadir — afortunadamente no lo mezclan — la compota de ciruelas, que colocan al lado del plato, en una compotera.
El "bollito" italiano es otro plato de claro parentesco con nuestros coci­dos, pero sin caldo. En cambio, en la "minestrone" la carne está ausente. Se tra­ta de un cocido en el que intervienen numerosos ingredientes vegetales, legum­bres, arroz, hierbas aromáticas, y se suele espolvorear de queso rallado. La "mi­nestrone", con el "risotto" y las frituras, son las tres columnas que, alternando con la pasta, sostienen el edificio de la cocina italiana.
Otra forma de cocido es el "tafelspitz" vienés, que afortunadamente, se sirve aún hoy en los grandes restaurantes de la capital austríaca. En el Hotel Bristol lo ponen todos los lunes y tiene fama de ser el mejor de Viena. El "ta­felspitz" es un hervido de buey con otras carnes y resulta un plato realmente exquisito. Ahora bien, el "tafelspitz" no suele ir acompañado de caldo, aunque sí, en alguna ocasión, de crema de leche ácida; así, por lo menos, constaba en la carta de Sacher Hotel, cuando estuvimos en él. Con el "tafelspitz" van bien los vinos vieneses blancos, mientras que para nuestro cocido o el "pot-au-feu", son más adecuados los tintos ligeros.
Tampoco hemos de olvidar la sopa "a la palotz" húngara, con ternera o cordero, patatas, judias tiernas, paprika, comino y crema agria. Pero nos vamos demasiado hacia Oriente. Topariamos con los “tohorvas” rumanas y búlgaras, plato unico y familar, es otra historia.

20 marzo, 2008

Cocido Madrileño, Anecdota de alta alcurnia.

Leido en "El Sabor de España" de Xavier Domingo

¿Qué no hay ninguna relación de la cocine con la política?
A principios del siglo XX, una so­ciedad de cocineros norteamericanos con sede en Washington que se llamaba «Congresional Cook's Club», recogió y publicó un volumi­noso libro de recetas, eligiendo, de cada país, la que se consideraba “nacional”. España en­vió la del cocido madrileño y, para que no cupieran dudas sobre el carácter “nacional” de esta receta, la firmó el propio Jefe del Estado, SM el Rey Alfonso XIII, abuelo del actual Rey Juan Carlos.
La receta del cocido era en realidad del maestro Cándido Collar, chef de las cocinas de SAR la Infanta Isabel.
“Un buen cocido para cinco personas requiere 250 gramos de garbanzos de Castilla; 500 de carne gelatinosa, preferible de morcillo o espalda; media gallina, no muy vieja —pues, aunque el dicho popular dice que da mejor caldo, lo cierto es que comunica a éste un sabor desagradable a "corral"—; 100 gramos de to­cino; otros tantos de jamón serrano; un pie de cerdo salado y una "pelota" formada por un amasijo de carne picada, miga de pan, un huevo y especias. La olla para hacer el cocido debe ser ancha de base y se la coloca sobre el fuego con agua fría suficiente para cubrir la carne, el tocino, la gallina y el jamón, que de antemano se tendrán en la olla. Cuando em­pieza a formar espuma, se saca ésta con una espumadora, y, al iniciarse la ebullición, se in­corporan los garbanzos y el pie de cerdo, los cuales habrán estado en remojo diez horas, por lo menos.

Al principiar la olla a hervir nuevamente, se retira a un lado del fuego y se deja allí, procurando que cueza lo más lentamente posible, pero sin interrupción, por espacio de tres horas o más si fuere preciso por la calidad del agua o la clase de los componentes del co­cido. Tan pronto como comience a hervir, se añade la sal necesaria y media cebolla pequeña con un clavo de especia clavado en ella.
En puchero o cazuela aparte se cuece la verdura que es el complemento del cocido (bien sea col, acelgas, repollo, judías verdes, cardillos, etc.); y junto con ella el chorizo y la morcilla, te­niendo cuidado que en el momento oportuno todo esté cocido y en su punto de sal.
Quince minutos antes de la hora del servicio se agre­gan seis patatas pequeñas, peladas, en forme de huevo, o —para mayor pulcritud— se cuecen aparte con un poco de caldo del cocido.
En el momento preciso, se saca caldo para preparar la sopa, colándolo por una muselina o con un colador muy fino. Se cuece en él la sopa es-cogida (pastas, o arroz, o pan, etc.), y se sirve como primera parte de la comida.
Los gar­banzos, completamente escurridos, se colocan en una fuente; sobre ellos, formando una banda de parte a parte de la fuente, la carne, cortada en trozos pequeños, bien regulares y, a los dos lados de la carne, dispuestos lo más artísti­camente posible, el jamón, tocino, pie de cerdo,. gallina y "pelota", cortado todo ello en rodajas o trocitos.
La verdura, bien escurrida, se sofríe con un poco de aceite, en el cual se habrá requemado un diente de ajo, y se coloca en otra fuente con el chorizo y la morcilla cortados en rajas, y las patatas que se han preparado pre­viamente. Las dos fuentes se sirven al mismo tiempo, y acompañándolas suele mandarse una salsera con tomate frito en trozos pequeños, formando una especie de salsa.”
Esta es tal vez la única receta firmada por un monarca, en toda la historia de la cocina. Fue enviada por cable y divulgada a todos los Estados Unidos por los micrófonos de la ca­dena WRC. Era durante la presidencia de Coo­lidge y la leyó, por radio, la esposa del Se­cretario de Estado para el Trabajo.

16 marzo, 2008

Cultura alimentaria de España y America

Cultura Alimentaria de España y América por Antonio Garrido Aranda, Copilador.
ISBN 8488518137
La publiccion es muy interesante y contiene los siguientes estudios:
Prólogo, por Antonio Garrido Aranda,

Reflexiones acerca de la bibliografía antigua de cultura alimentaria, por María del Carmen Simón Palmer 17
Costumbres alimentarias en la literatura española: Hambre y Hartazgo, por Ma-Antonia Corral Checa, Ma Dolores Corral Checa, Angelina Costa Palacios, Carmen Fernández
Ariza, y Pilar Moraleda García
Comer en las tablas: banquete carnavalesco y banquete macabro en el teatro del Siglo de Oro, por María Grazia Profeti
El pan y la palabra: historia, semántica y estrategias discursivas de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, por Joaquín Roses Lozano
Historia de la alimentación 137
Alimentación y estructura agropecuaria en Andalucía oriental durante los siglos XV y XVIIl. Mediofísico y modelos intercomarcales, subsistencias y capacidad de intercambio,
por Juan Sanz Sampelayo
Los manipuladores de alimentos en España y América entre los siglosXV y XVIII: los gremios alimentarios y otras normativas de consumo, por Antonio Garrido Aranda, Patricio Hidalgo Nuchera, y Javier Muñoz Hidalgo
El Tomate: de hierba silvestre de las Américas a denominador común en las cocinas
mediterráneas, por Janet Long-Solís
Perspectiva urbana y cultura alimentaría. Cusco, 1545-1552, por Zenón Guzmán Pinto
El papel de los jardines botánicos en la introducción e intercambio de especies alimentarias, por J. Esteban Hernández Bermejo
El ritual de los banquetes masónicos, por Jacinto Torres Mulas
Antropología de la alimentación
Movimientos migratorios y culturas del trabajo en las cocinas populares. El caso de Andalucía, por Isabel González Turmo
Costumbres alimentarias de los andaluces durante los rituales de paso a comienzos de la presente centuria, por José Cobos Ruiz de Adana y Francisco Luque-Romero Albornoz ¿Sabemos realmente lo que comemos? El porqué de una antropología de la alimentación,
por Jesús Contreras Hernández

Lo que edito es una selección de diferentes parrafos de lo escrito por Joaquin Roses Lozano sobre un estudio totalizador de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, desde la pers­pectiva alimentaria; la gran figura del costumbrismo peruano del siglo XIX, que escribió más de mil narraciones tradiciona­les, utilizó, en distinto grado, un amplio repertorio de temas, entre los cuales es constante la presencia de la comida, con to­da una diversidad de funciones (histórica, semántica, discursiva etc.).
El pan y la palabra: historia, semántica y estrategias discursivas en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma
JOAQUÍN ROSES
GRUPO DE INVESTIGACIÓN CULTURA ALIMENTARIA UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA

La acción transcurre en Lima, año 1888, durante una velada patriótica. Un joven de 40 años, liberal, llamado a ser uno de los fundadores de la nueva literatura y del moderno pensamiento político peruano, se expresa contundentemente: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!». El tajante y exaltado joven se llamaba Manuel González Prada y atacaba una vez más –ya lo había hecho dos años antes– a Ricardo Palma, Director de la Biblioteca Na­cional, cuyo tradicionismo era contrario a la estética de Gon­zález Prada, cuya ideología conservadora le repugnaba, y a quien –coincidencia buscada– acabará por sustituir en su puesto de Director de la Biblioteca Nacional en 1912, al cum­plir 64 años, cercano pues, también él, a esa vejez tan denos­tada antaño.
Esta reacción de González Prada contra la escritura y la vida de Ricardo Palma revela, por encima de todo, una cosa: que las Tradiciones peruanas gozaron, desde la aparición de la Primera Serie» (1872) hasta la fecha en que González Prada pronuncia su discurso, de una fortuna editorial, sociológica cultural indiscutible. Aunque Palma continúa escribiendo “tradiciones” hasta 1910, en que publica su “Apéndice a mis últimas tradiciones peruanas”, la enorme influencia de su escri­tura propicia mucho antes la eclosión de un fecundo debate crítico.
Este artículo propone un análisis que determine en qué gra­do ciertos recursos literarios favorecen la privilegiada relación de las Tradiciones peruanas con el lector del siglo XIX. Para ello resulta de suma utilidad rastrear la presencia de lo alimentario en diversos niveles (referencial, metafórico, funcional) del tex­to, señalar las estructuras de este universo significativo e in­terpretar sus funciones pragmáticas. Confío en que estas aproximaciones a la obra de Palma faciliten la compresion crítica de su escritura y del éxito de su recepción coetánea.

Su obsesión, desig­nio premeditado como veremos, por el mundo de la alimentación se nos presenta deslumbrante en pasajes como el siguiente:
“cuando los conquistadores se apoderaron del Perú no eran en él co­nocidos el trigo, el arroz, la cebada, la caña de azucar, lechuga, rába­nos, coles, espárragos, ajos, cebollas, berenjenas, hierbabuena, garban­zos, lentejas, habas, mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano. ajonjolí, ni otros productos de la tierra, que sería largo enumerar. En cuanto al frísol o fréjol lo teníamos en casa, así como otras variadas producciones y frutas por las que los españoles se chupaban los dedos de gusto. («Carta canta», TP, p. 123)”.

En éste, como en otros lugares de las «tradiciones», Palma hace voto de su americanismo, con crecidos elogios a los pro­ductos propios. Así, tras el párrafo anterior, el «tradicionista, nos ofrece la nota distintiva de la exuberancia peruana:
“Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú más abundante v mejor fruto que en España; y con gran seriedad y aplomo cuentan va­rios muy respetables cronistas e historiadores que en el valle de Azapa. jurisdicción de Arica, se produjo un rábano tan colosal, que no alcan­zaba un hombre a rodearlo con los brazos («Carta canta», TP, p. 124)”.

Algunas de las informaciones que contiene se sitúan en esa línea de historias particu­lares redondeadas con la aportación de datos curiosos; un ejemplo íntegro es la declaración sobre don Antonio Solar, el encomendero, que hacia 1558 hizo llevar a Perú
“semillas o plantas de melón, nísperos, granadas, cidras, limones. manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nue­ces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país. que tal hartazgo se darían con ellas, cuando a no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, se publicó un bando que los curas leían a sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a los indios comer pepinos. fruta llamada por sus fatales efectos mataserrano. («Carta canta», TP. pp. 124-125)”

Otros datos son sometidos por el autor a una limitación es­pacial. De ese modo, contribuye a reconstruir una suerte de mapa alimentario en el que destacan por sus dulces excelen­cias vallecitos como el de Cachiche:
“Nadie puede ir a Cachiche, en busca de los sabrosos dátiles que ese lugar produce, sin regresar maleficiado.
Contribuye también al renombre de Cachiche la excelencia de los higos de sus huertas. Esos higos son como los de Vizcaya, de los que se dice que, para ser buenos, han de tener cuello de ahorcado, ropa de po­bre y ojo de viuda; esto es, cuello seco, cáscara arrugadita y extremidad vertiendo almíbar. («Las brujas de Ica», TP, pp. 249-250).”

O nos ofrece detalles comerciales muy precisos sobre luga­res concretos, Así nos dice que en Ica, don Jerónimo Illescas «tenía, hasta hace pocos años que murió, pulpería en la esqui­na de San Francisco y vendía exquisitas salchichas». («Las bru­jas de Ica», TP, pp. 249).
En algunas “tradiciones” la exactitud histótica es valiosísima, y Palma nos sorprende con noticias minuciosas, datadas escrupulosamente. No de otra manera documenta la pequeña historia de los cafés que hubo en Lima:
“Desde Pizarro hasta 1771, toda persona con apariencias de decente que aspiraba a tomar un refresco fuera del domicilio, sólo podía ha­cerlo en los establecimientos destinados para el juego de pelota y bo­chas. Estos sitios fueron poco a poco democratizándose, y la gente de copete dejó de concurrir a ellos, hasta que en 1772, y favorecido por el rumboso virrey Amat, un italiano o francés, llamado Francisquín, es­tableció en la calle de la Merced un café (el primero que tuvimos en Li­ma) que podía hacer competencia al mejorcito de Madrid. Cuatro años después, un español, don Francisco Serio, fundó el famoso café de Bo­degones, que hasta hace poco disfrutó de gran nombradía. («Sabio co­mo Chavarría», CTP, p. 175).”
Como un apéndice especial de esa retahíla de noticias his­tóricas, cabe incluir un grupo de informaciones, menos cerca­nas, tal vez, a la verdad histórica pero valiosas como fuente para el conocimiento de costumbres. Sería prolijo anotar aquí y considerar todas y cada una de las comilonas y banquetes que nutren numerosas páginas de las Tradiciones peruanas. Algu­nos de estos opíparos almuerzos desempeñan funciones na­rrativas que señalaremos oportunamente; otros se limitan a meras menciones sin demasiado interés. Pero las descripciones pormenorizadas de esos festines nos permiten asistir como co­mensales sin boca a la mesa colonial. Observemos con con­tención cuál era la comida de una fiesta de cumpleaños: «la clásica empanada, la sopa teóloga con menudillos, la sabrosa carapulera y el obligado pavo relleno, y para remojar la pala­bra, el turbulento motocachi y el retinto de Cataluña». Ante esta plenitud, Palma no puede contener su admiración:
“Los banquetes de esos siglos era de cosa sólida y que se pega al ri­ñón, y no de puro soplillo y oropel, como los de los civilizados tiem­pos que alcanzamos. Verdad es que antaño era más frecuente morir de un hartazgo apoplético». (El encapuchado, CTP, p. 65)”
Veamos una descripción similar; esta vez se trata de la me­sa de una virreina, doña Ana de Borja, condesa de Lemos:
“La mesa estaba opíparamente servida, no con esas golosinas que hoy se usan y que son como manjar de monja, soplillo y poca substancia, sino con cosas suculentas, sólidas y que se pegan al riñón. La fruta de corral, pavo, gallina y hasta chancho enrollado, lucia con profusión (“Beba, padre, que le da la vida TP p. 89)”

Tras esa muletilla, «que se pegan al riñón», repetida tam­bién con profusión por Palma, adivinamos el gusto —ya ten­dremos ocasión de adivinar otras intenciones— con que el au­tor incluye estos tópicos alimentarios en sus “tradiciones”. Las menciones a banquetes nos ofrecen en ciertos casos nuevos vocablos con su correspondiente definición:
“Llegó el momento de dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los li­meños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. («Una aventura del Virrey-Poeta», CTP, p. 153).”

En otra “tradición” muy citada ya en este trabajo, la titulada “Un virrey y un arzobispo», Ricardo Palma da rienda suel­ta a su anticlericalismo, al contarnos el caso de esta elevada dignidad eclesiástica que celebra misa después de almorzar “una tísica o robusta polla en estofado, que tanto no se cuidó de averiguar el cronista, con su correspondiente apéndice de bollos y chocolate de las monjas» (cTP, p. 108)”. Esa veta satí­rica contra la gula del clero en ninguna “tradición” es más jocosa como en la titulada ¡Beba, padre, que le da la vidal!, donde la mencionada Ana de Borja, virreina del Perú, somete a un tal padre Núñez, misterioso personaje, a una prueba de­cisiva que determine si se trata de un espía o de un verdadero fraile. Para un cura no había otra prueba más categórica que el banquete: el frailecillo lo engulle todo y —nos dice Palma—“después de consumir, como postres, una muy competente ra­ción de alfajores, pastas y dulces de las monjas, no pudo el co­mensal dejar de sentir imperiosa necesidad de beber” (TP, p. 89). La virreina, al ver que el fraile tomaba con ambas manos el pesado cántaro de Guadalajara y empezaba a despacharse a su gusto, lo anima: ¡Beba, padre, beba, que le da la vida!. La conclusión de los consejeros de la virreina es contundente: “es fraile y de campanillas” (TP, p. 90). Las críticas son más aceradas aún en una “tradición” en que se nos describe un banquete oficial del XXXVIII Virrey del Perú; en aquella oca­sión, un fraile predicador
“que así hilvanaba un sermón como devoraba un pollo en alioli o una sopa teóloga con prosaicas tajadas de tocino, hizo cumplido honor a la mesa de su excelencia; y aun agregan que se puso un tanto chispo me­nudeando tragos de catalán y Valdepeñas, vinos que, sin bautizar, salían de las moriscas cubas que el marqués reservaba para los días de mantel largo, junto con el exquisito y alborotador aguardiente de Motocachi. («El virrey de la adivinanza», TP, p. 117).”

En «La monja de la llave» (TP, pp. 61-66), el chocolate es vehículo eficaz para envenenar a alguien, y en «Los azulejos de San Francisco» (TP, pp. 125-129) sirve a los frailes para conseguir importantes donativos de un protector. Ya hemos visto en ejemplos anteriores cómo la predilección irrefrenable por los placeres de la comida y la bebida es prueba inequívoca de pertenencia al clero («¡Beba, padre, que le da la vidal...», TP, p. 87-90). En otras “tradicio­nes”, la evolución temporal de la acción se halla jalonada por referencias diversas a desayunos o cenas, como en “Una astu­cia de Abascal” (TP, pp. 231-233), mientras que en la conoci­da “Croniquillas de mi abuela”» (CTP, pp. 353-357) la termi­nología y fraseología alimentaria adorna gran parte del relato y hace creíble el discurso oral de la abuela:
“Si los chicos de la familia la hostigábamos para que nos aumentase la ración, la buena señora (que esté en gloria) nos contestaba:
—¡Ah tragaldabas! ¿Creen ustedes que la olla de casa es la olla del pa­dre Panchito?
Y cuando, de sobremesa, comentábase algún notición político que a mi padre regocijaba, no dejaba la abuela de meter cucharada dicien­do [...] (p. 353)”

Más que como función narrativa limitada, la alimentación vertebra como tema central muchos textos de Ricardo Palma. El estudio particular de estas —llamémoslas así— “tradiciones gastronómicas” requeriría un análisis minucioso con el que no estoy dispuesto a cansarles. Baste citar una nutrida muestra de estas tradiciones en las cuales lo alimentario se halla presente desde el mismo título.

En “Con días y ollas venceremos” (CTP, pp. 136-141), los pregones de los diversos oficios, entre los que destacan los vendedores de viandas, cumplen el objetivo real y ficticio de marcar las distintas horas del día: a las seis, la lechera; la ti­sanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto»; el bizcochero y la vendedora de leche-vinagre apa­recían a las ocho; la tamalera a las diez; a las once, la melone­ra; el frutero y el proveedor de empanaditas de picadillo a las doce; «la una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero»; y así sucesivamente hasta acabar con el día y con los oficios, desde la tu­rronera hasta el heladero. En otro grupo de “tradiciones” el autor persigue la explicación de dichos relacionados con la ali­mentación, como en la sabrosa pieza titulada “Aceituna, una” (CTP, pp. 146-147), taraceada toda ella de sabrosas informa­ciones, de las cuales destacan estos tres ejemplos:
“Trae a colación un testimonio de Acosta:] en los grandes banque­tes, y por mucho regalo y magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El dueño del convite, como para disculpar una mez­quindad que en el fondo era positivo lujo, pues la producción era es-casa y carísima, solía decir a sus convidados: caballeros, aceituna, una. Y así nació la frase (p. 146).”
“Ya en 1565, y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro aceitunas por un real. Este precio permitía a un anfitrión ser rumboso, y desde ese año eran tres las aceitunas asignadas para cada cubierto (p. 147).”
“era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente, y todo buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras bastá­banle las propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Mar­tín y Bolívar para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo): —Se-ñores, vamos a remojar una aceitunita (p. 147)”
La misma voluntad de investigación histórica y divulgación de contenidos referentes a la alimentación comparten las “tra­diciones” tituladas “Glorias del cigarro” (CTP, pp. 408-414) y Los aguadores de Lima» (CTP, pp. 432-433).

Hemos sugerido con abundantes pruebas y razonadas exége­sis que la escritura de Palma, sin pretensiones de moralidad, aspira al rescate de la historia y a la divertida divulgación de la misma entre el pueblo. La estrategia didáctico -discursiva de Palma es simple como un grano de sal. Ya la había ensayado en el siglo XVI Francois Rabelais: llevar lo popular a las letras impresas, acercar la plaza y la calle al universo de la literatura. A tal fin, nada más cercano al quehacer diario de los lectores del siglo XIX que los fogones y alimentos. La alimentación constituye —por imperativo biológico y por construcción cul­tural— un eje significativo en la vida de los hombres (esta reu­nión de especialistas de diversas disciplinas es buena prueba de ello). Ricardo Palma, consciente de ese lugar cardinal de lo alimentario, aproxima lo histórico al pueblo por fáciles sen­deros, a través de procedimientos sutiles de oralidad, esponta­neidad y didactismo. De ese modo, ofreciéndoles de comer con la misma cuchara de sus días y noches, Palma consigue que los peruanos se acerquen a la mesa de su nación, al pan­tagruélico banquete de la historia, mediante el apetitoso pan de la palabra.