19 agosto, 2010

EL HAMBRE Y LA GASTRONOMÍA. DE LA GUERRA CIVIL A LA CARTILLA

Este artículo lo he encontrado en diferentes Webs, es de Ismael Díaz Yubero y creo que lo escribió en el 2003. Lo tenéis tambien en este enlace.
Ismael Díaz Yubero de profesión veterinario, fue director general de política alimentaria en el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Acumula experiencia y cargos en altas instituciones. Llegó a ser Representante Permanente en la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Ejerce de difusor del conocimiento sobre alimentos a través de la autoría de libros que hoy son básicos para una biblioteca de gastronomía ('Sabores de España', 'Las raíces del aceite de oliva', 'Las estrellas de la gastronomía española', 'Guía de la alimentación mediterránea', 'Catálogo de quesos españoles', 'El aceite en la gastronomía del siglo XXI', 'El jamón ibérico en la gastronomía del siglo XXI', 'El triunfo del mar'). Es también colaborador habitual en revistas especializadas y docente en cursos de universidades de verano



La verdad es un articulo que me ha hecho pensar, ya que viví todo lo que dice y lo recuerdo a partir del 1945.
Es un poco largo pero lo he encontrado muy aleccionador y ver lo que fueron las crisis comparándola con la actual.


(Aquí comienza el articulo)
Aunque a todas las épocas se les puede encontrar algo positivo, resulta difícil hacerlo durante el triste período de nuestra guerra civil y la década siguiente.
Y si, además, intentamos buscar las ventajas en el ámbito de la gastronomía —en unos momentos en los que el hambre estaba muy extendida—, la labor se complica bastante.
Tampoco fue muy positiva la situación prebélica, porque los problemas políticos, las revueltas sociales y la crisis agraria producida por la caída de los precios, no permitieron que el consumo de alimentos fuese el adecuado. Había mucha hambre en España. La escasa disponibilidad de alimentos estaba mal repartida y la utilización y reutilización de los recursos y sus subproductos —prácticas muy frecuentes— eran excesivamente peligrosas, desde el punto de vista higiénico y desde el nutricional.
El panorama empeoró aún más con la Guerra Civil, la situación fue caótica y dio lugar a una mayor desigualdad en la disponibilidad de alimentos que, aunque en ningún caso fue de abundancia, sí existieron contrastes importantes y absolutamente injustos.
La limitación del comercio, en una España fundamentalmente agraria, hizo necesario prescindir de muchos alimentos no producidos en el entorno —debido a la dificultad de hacerlos llegar a donde se necesitaban— y reiterar el consumo de productos abundantes localmente, que eran poco valorados en sus lugares de origen a pesar de ser muy deseados en otros sitios.
Hasta 1939 no se produjeron las primeras valoraciones de ingesta alimentaria y como ésta era muy diversa en las distintas regiones e incluso localidades, los resultados hay que circunscribirlos sólo a la población para la que se hicieron, ya que intentar extrapolarlos, como a veces se intentó, nos haría caer en graves errores.
Por otra parte, no se disponía de especialistas para atender a la solución del problema en todo el territorio nacional, ni de técnicas analíticas para cuantificar los alimentos, ni era fácil valorar el contenido en calorías y nutrientes de los alimentos ingeridos «per cápita» y día. La posibilidad de investigar el estado nutricional por mediciones clínicas, bioquímicas o antropométricas era una auténtica utopía, si tenemos en cuenta la variabilidad de las dietas, aun cuando en determinadas situaciones fuesen relativamente simples. Además, establecer, más allá de la sospecha, la incidencia de la ingesta y su mecanismo de acción en la patología específica, sigue siendo todavía un problema sin resolver.
En el resto del mundo tampoco se habían producido estudios nutricionales suficientes que pudiesen ser aplicados con carácter general, y sólo se habían planteado, superficialmente, los problemas de los desajustes alimentarios y la incidencia de la alimentación en los estados sanitarios.
Por todo ello, el Profesor Grande Covián se encontró con una difícil papeleta cuando el Dr. Negrín —que además de ser catedrático de la Facultad de Medicina era Ministro de Hacienda— precisamente el 18 de julio de 1936, influyó para que le denegasen el pasaporte que necesitaba para trasladarse a Heidelberg, con un contrato a punto de empezar, para trabajar con el Profesor Meyerhoff, y le encomendó la reorganización del Laboratorio del
Hospital Provincial de Madrid. Unos meses más tarde, le encargó el estudio de las carencias nutricionales que podían darse en la población, debidas a la falta de alimentos.
Como consecuencia de ello se creó en Instituto Nacional de Higiene Alimentaria, en la calle Príncipe de Vergara, en el mismo edificio donde hoy está ubicado el Instituto Nacional del Consumo y en cuya puerta hay una placa conmemorativa de la labor del Profesor, quien comenzó allí los trabajos tendentes a solucionar el problema. Con el tiempo, sus hallazgos
sobre malnutrición empezaron a publicarse y a admirarse en el extranjero y a ellos se refirieron especialistas de muchos países cuando, años más tarde, estudiaron problemas de hambre en poblaciones autóctonas o en campos de concentración, tal como sucedió con el «síndrome de los pies quemantes», detectado a prisioneros europeos en Japón y que ya había sido enunciado por Grande, unos años antes, en la población madrileña.
Las deficiencias nutricionales estaban a la orden del día. Raquitismo, osteomalacia, alteraciones neurológicas, edema del hambre, casi todas las avitaminosis y, sobre todo, la temida pelagra eran susceptibles de diagnosticarse, con una frecuencia realmente alta.
En 1996, un grupo de investigadores —entre los que se encuentran la Dra. Graciani y el Profesor Rodríguez Artalejo— publicaron un interesante estudio sobre el «Consumo de alimentos en España en el período 1940-1988». Es cierto que, como los autores manifiestan, las cifras sólo pueden tomarse como indicativas, pero, para hacernos una idea, consideraban que el consumo de calorías «per cápita » y día, se movía ligeramente por encima de las
1.500 calorías entre los años 1940 y 1950 —con excepción de la ingesta de 1945 que ni siquiera alcanzó esa cifra— y sólo en 1951 se superaron las 2.000 calorías.
El consumo de proteínas en esos años era de unos 50 gramos por habitante y día y, casi en su totalidad, de origen vegetal. Hoy, la ingesta supera los 100 gramos ampliamente y además la proporcionalidad de proteínas vegetales y animales es favorable a estas últimas, que tienen un valor biológico más alto.
En aquellos años se consumían unos 50 gramos de grasas por habitante y día, lo que supone, aproximadamente, la tercera parte de nuestra ingesta actual. Los hidratos de carbono constituían la base de la alimentación, pero, a pesar de todo, eran entre un 30 y un 40% menos de los 330 gramos que hoy consumimos y que están por debajo de lo que una dieta equilibrada exige.
No es posible cuantificar la ingesta de vitaminas y de minerales —salvo que nos expongamos a cometer errores muy graves— entre otras cosas, porque la calidad y frescura era muy variable, y el concepto de lo que es la parte comestible de todos los alimentos, especialmente de las frutas y hortalizas, era muy diferente del que hoy tenemos.
Esta situación, según los autores indicados, era para toda España, pero durante el período bélico, el Profesor Grande Covián evalúo que en el Madrid sitiado, la ingesta calórica por habitante y día era de 770 calorías en diciembre de 1938 y de 852 en febrero del año siguiente. Estas cifras están calculadas sobre las raciones repartidas por las Instituciones, pero aunque se contabilicen los alimentos procedentes del denominado mercado negro, todo hace pensar que difícilmente se superarían las 1.200 calorías por habitante y día, cifra muy inferior a la que hoy se consume en los países más castigados por el hambre, según los datos de la FAO, en los que la mortalidad alcanza niveles altos.
En el Madrid de la posguerra, otra vez el Profesor Grande elaboró, en colaboración con los Profesores Rof y Vivanco, un estudio nutricional de niños en distintos barrios, descubriendo que mientras los niños del barrio de Salamanca presentaban parámetros de crecimiento y desarrollo (expresados en ecuaciones de regresión) similares a los de los niños norteamericanos o escandinavos, en los suburbios de la capital —donde los niños eran de la misma raza, estaban sujetos al mismo clima y vivían sólo a unos cientos de metros de distancia— presentaban parámetros tan diferentes que, por ejemplo, los niños de Vallecas necesitaban cumplir 14 años para tener un desarrollo similar al que tenían los niños de 10 años en el barrio de Salamanca.
Durante estos años no se hicieron encuestas sobre la mortalidad infantil en España, ni estudios epidemiológicos que la relacionasen con el hambre, pero es evidente que las tasas eran muy altas y que, salvo en familias muy acomodadas, era frecuente que sobreviviesen sólo porcentajes inferiores al 80% de los niños y que en muchas familias el porcentaje de mortalidad fuera superior al 50%.
Vivanco que, junto con Jiménez Díaz y Grande, fue del grupo de expertos que dedicaron más tiempo y esfuerzos a este tema, indica que la mortalidad en Ámsterdam, durante los seis primeros meses de 1939 (situación alimentaria normal) murieron 3.655 personas, en 1944 (año en el que el abastecimiento de alimentos se resintió, pero sin llegar a condiciones dramáticas), murieron en el mismo período 4.393 personas y en 1945 (época del hambre) fallecieron
9.735 personas. Solamente hay que hacer notar que, nunca, la situación alimentaria de la ciudad holandesa fue tan precaria como la que se dio en Madrid en los peores momentos.
Los efectos de la II Guerra Mundial también se hicieron notar en la nutrición de los españoles. Nuestra neutralidad, no fue suficiente para poder tener acceso a los alimentos necesarios, para solucionar o al menos paliar la difícil situación por la que atravesábamos.
En 1960, García Barbancho, profesor de Estadística de la Escuela de Bromatología de Madrid, hizo un intento de reconstrucción de la historia nutricional española, comenzando en 1926 y abarcando las facetas dietética y económica. El estudio de las ingestas, aunque interesante, es poco significativo sobre el consumo de alimentos, debido a las lógicas dificultades de análisis de sucesos, ya suficientemente antiguos como para poder sacar conclusiones válidas y científicamente fundamentadas.
Posteriormente, en los años sesenta, en sucesivos números de la Revista Anales de la Escuela de Bromatología se analizó la situación nutricional de la población española y, según se deduce de sus datos, aunque entonces no se supiera, fue precisamente en esa década, apenas diez años después de terminar con las Cartillas de Racionamiento, cuando se consumió en España la dieta más equilibrada, la que más se ajusta al ideal de la Dieta Mediterránea, en lo que se refiere a la distribución de la ingesta calórica entre los distintos principios inmediatos.
En Madrid, los síntomas de escasez se agravaron en septiembre y octubre de 1936, cuando empezó a faltar el pan y la carne y en los primeros meses de 1937 la situación ya fue insostenible, a pesar de que el racionamiento había comenzado en noviembre del año anterior. En la organización del racionamiento participaron Comités creados para tal fin, Ayuntamiento, Frente Popular, etc. Para coordinar las actuaciones y evitar problemas de competencia
se creó la Comisión Provincial de Abastecimientos, pero no hubo manera de integrar la actividad que venía haciendo el Ayuntamiento por medio de la Junta de Defensa de Madrid. El desbarajuste fue tal que, frecuentemente, por temas de burocracia, muchas familias no recibieron ni siquiera una mínima ración de subsistencia durante algunas semanas.
Las autoridades republicanas insistían en que para paliar el problema de abastecimiento era necesaria la evacuación de la población madrileña, lo que además facilitaría la defensa de la ciudad. Se hicieron reiterados intentos pero, aunque el panorama no era ni mucho menos favorable, los ciudadanos se resistieron, incluso cuando como resultas de bombardeos, perdieron sus viviendas.
La solidaridad mundial, el llamado Socorro Rojo, empezó a funcionar. En Checoslovaquia se hicieron colectas, Holanda reunió alimentos, un periódico de Oslo patrocinó una suscripción, Inglaterra envió leche en polvo, ropa y 2.000 toneladas de carbón, Nueva Zelanda hizo llegar 2.000 libras esterlinas, en París se hicieron unas jornadas de ayuda y se consiguieron siete camiones de víveres, Copenhague envió leche en polvo, conservas y jabón, las embajadas de Escocia, Suiza y México en Madrid organizaron en locales públicos (restaurantes o salas de fiesta que se quedaron sin actividad) comedores para atender a los más necesitados, pero, a pesar de ello, la situación de Madrid fue trágica y solamente paliada cuando las circunstancias permitieron distribuir alguna ración extra, o bajar los precios de algún alimento, pero, lamentablemente, estas circunstancias sólo se produjeron en muy contadas ocasiones durante la contienda.
La necesidad, hizo que la guerra y la posguerra fueran tiempos propicios para la creatividad y aunque casi siempre los anhelos del cocinero eran imposibles de alcanzar, ante la realidad de las carencias, hubo veces que se consiguieron elaboraciones que realmente merecían la pena y que, tras cierto empacho de ellas, las hemos desechado injustamente, como, por ejemplo, los formigos, los mostillos y tantos otros, o las hemos relegado a ocasiones muy concretas, como sucede con las gachas en las cacerías.
La situación de la alimentación durante la contienda no era homogénea en las distintas regiones, porque ni la dureza era constante, ni la disponibilidad de alimentos comparable, ni la proximidad al campo la misma, pero en todo el territorio había déficit de muchas cosas, que coexistía con excedentes de algunas otras que, para desgracia de los productores, no había forma de vender. En Andalucía sobraba aceite y faltaba casi todo lo demás, en Valencia había naranjas que eran imposibles de encontrar en zonas no productoras, en La Mancha y Aragón prácticamente sólo tenían trigo y uvas e higos, en estación y en casi toda España, vino.
El problema se complicó, todavía más, con la intervención de cultivos y ya no fue fácil encontrar ni tan siquiera trigo en La Mancha. Ya sólo los molineros disponían del preciado cereal, aunque no siempre legalmente. Donde había río, había cangrejos y alguna trucha o barbo y en las zonas de caza se encontraban conejos, que se capturaban con lazo, hurón o hilándolos. Los farmacéuticos disponían de azúcar, que les suministraban para la preparación de fórmulas magistrales, los tenderos tenían legumbres y aceite y quien disponía de un pedazo de tierra plantaba hortalizas. En estas circunstancias, el intercambio era obligatoriamente frecuente.
Cuenta Antonio Borregón que a la farmacia de su padre llevaban cáscaras de naranja, que ellos cocían con azúcar y que la disponibilidad de esa especie de sirope les permitía, mediante intercambio, tener acceso a alimentos que escaseaban. En esas condiciones se sobrevivía, aunque para ello se hacía necesario complementar la comida con las cáscaras de los plátanos, las hojas de remolacha, las vainas de las habas o cualquier otra cosa que pudiera echarse a la boca, que, aunque no conseguían cubrir las necesidades nutricionales, y la mayoría de las veces no lograban quitar el hambre, servían para distraerse y creer que se había comido opíparamente, aunque lo más nutritivo que entrase en la boca fuese el palillo que se apretaba con los dientes y que se solía mantener durante muchas horas.
Con la liberación de Madrid terminó la guerra. Todos esperaban el desenlace, incluso los derrotados.
Un par de días antes del primero de abril ya habían ocupado las tropas la capital, pero hasta unas dos semanas después no entraron los primeros
trenes con alimentos, que fueron absolutamente insuficientes para cubrir las necesidades —no demasiado exigentes— de la población. Auxilio Social, organización creada con objeto de atender a los necesitados repartía raciones que no llegaban nunca, ni a la mitad de la cola. En estas condiciones
era necesario tomar medidas, que afectasen a toda la nación recién reconstituida y se creó la Comisaría de Abastecimientos y Transportes,
con el fin de atender a las necesidades alimenticias de todos los españoles.
Los primeros tiempos fueron durísimos. La esperada liberación no cubría las expectativas despertadas.
Por lo bajo y cuando no podían oírlo ni las autoridades ni las personas de las que no se estuviese muy seguro, se contestaba a la música y al saludo del «Parte» de Radio Nacional—ala que conectaban obligatoriamente todas las emisoras— con frases tales como: «Menos Franco y más pan blanco» o «Con Negrín billetes de a mil y con Franco ni cerillas en los estancos», aunque no fuese cierto que en la República se nadase en la abundancia.
Lo que no se consiguió con la programada evacuación durante la guerra, empezó a ser una aspiración de familias que esperaban encontrar en su
pueblo de origen mayor facilidad para el acceso a los alimentos. Si el desplazamiento familiar no era posible, se mandaba a los niños a pasar las vacaciones con la familia del pueblo y repartir, un poco mejor, las escasas existencias.
El pueblo, cualquiera que fuera, era una sorpresa para los chavales de la capital, que tenían la posibilidad de conocer amigos que ya habían tenido un
cierto aprendizaje de subsistencia. Muchas de las actividades infantiles eran finalistas, se hacían para algo. Se recogía hierba para los conejos; en los meses de verano se cazaban gorriones y otros pájaros y los pollos de perdiz, a la carrera; se recogían espárragos trigueros, cardillos, berros y collejas; después de la siega se pedía permiso para espigar los sembrados y poder llevar a casa algunos kilos de trigo e incluso masticar algunos granos para hacer «chicle»; después de la recogida de aceituna se entraba en los olivares para hacer la «rebusca»; se aprendía a comer «pan y quesillo», las almendras de los albaricoques, cuando eran dulces, los pámpanos de la vid o los tallos jóvenes de las zarzas después de pelarlos; se buscaba miel de caña y se hacían muchas más cosas que daban un cierto sentido a la actividad a la vez que creaban algo de responsabilidad y que en la actualidad añoramos e
incluso lamentamos que no las hayan hecho nuestros hijos, aunque, por otra parte, ojalá que nunca las tengan que hacer nuestros nietos.
Tampoco en los pueblos se pasaba bien. Muchos chavales empezaban a trabajar muy jóvenes. A veces como «manteros» en la recogida de aceituna, o
como aguadores durante la siega o como zagales de pastores. Con frecuencia su sueldo era ínfimo o ni siquiera existía y se trabajaba sólo por la comida.
El dicho de «tener más hambre que el chico del esquilador », tiene su origen en una velada crítica a la cantidad que comía quien sólo percibía la alimentación
por su trabajo. Como, al menos en principio, no se limitaban los alimentos disponibles, se cuenta que a un zagal que comía demasiado queso, le
indicó el dueño del rebaño que comiera pan y el chaval le respondió: «No, si está bueno el queso».
El abastecimiento del pan se producía de una manera curiosa. En cada casa había una «tarja», que era simplemente una tabla de sección cuadrada de,
aproximadamente, unos 80 centímetros. Cada vez que se iba a buscar pan, en la panadería hacían una muesca a la tabla por cada hogaza de un kilo, que
significaba que te compensaban un kilo de trigo, que antes se había entregado al panadero de la cantidad que se les permitía disponer a los agricultores
después de haber entregado la cosecha a la Intervención. En la práctica, el precio de un kilo de trigo y el de un kilo de pan era el mismo y el beneficio
del panadero estaba, en que se quedaba con el salvado y en que la cantidad de harina necesaria para hacer una unidad de pan es inferior, debido a
la cantidad de agua añadida para el amasado.
Cuando una pareja se casaba ponían casa, pero el primer año, cada cónyuge hacía todas las comidas en casa de sus padres, lo que permitía al matrimonio
hacer unos pequeños ahorros antes de empezar a vivir por su cuenta.

LAS CARTILLAS DE RACIONAMIENTO Y SUS ANTECEDENTES
En las circunstancias actuales, el concepto de «racionamiento » y todas las complicaciones que lleva aparejado (documentación, organización, cumplimientos de horarios, designación de puntos de abastecimiento y la posibilidad de aparición de situaciones autoritarias e incluso de discrecionalidad) nos suenan a algo remotísimo, que nos hace pensar inmediatamente en un atentado contra la libertad, la racionalidad y contra casi todo. Emitir hoy un juicio al respecto es fácil, pero ser justos es mucho más difícil, porque es casi imposible ponernos en las circunstancias que concurrían en aquel momento.
El Comandante de Intendencia, D. Benito Cid de la Llave, escribió un libro documentadísimo, en 1944, en el que consideraba el racionamiento como el
medio ideal, la panacea, para luchar contra la especulación, la crisis, la injusticia, la malnutrición y la escasez de alimentos. Su lectura despierta múltiples y variadas sensaciones, a veces de pena, otras de preocupación o de asombro e incluso puede hacernos sonreír con incredulidad o conmiseración.
El racionamiento y su aplicación no es una invención de la posguerra, hay muchísimos antecedentes, y todos basaban su cumplimiento en el castigo
severo a quienes intentaban enriquecerse con el hambre del pueblo (que ha sido casi permanente a través de la historia) y en el intento de hacer llegar a
todos cantidades similares de alimentos. No siempre se consiguió, ni siempre fue justo el reparto, ni estuvo basado en la razón. Represión, venganza,
sometimiento y muchas otras lacras estuvieron presentes en estas prácticas y por ello, la abolición de las limitaciones comerciales era muy bien recibida
por el pueblo, tal como sucedió con la Pragmática, de Carlos III, que disponía el libre comercio de los granos y que tenía como principal fin acabar con las actuaciones de logreros y desaprensivos, que desde Alfonso X el Sabio, venían siendo combatidos y al mismo tiempo generados por el control del comercio de los productos de primera necesidad, por mucho que se dictasen piezas legales, llenas de expresividad en su mismo título, tales como. «De los alcaldes del repeso y regatones de la Corte» u «Obligación de los Alcaldes de la Corte a
poner los precios de los mantenimientos, repartiéndose por semanas».
El concepto de racionamiento va necesariamente ligado al de intervención, lo que significa que ni los productores (agricultores y ganaderos) pueden disponer
de sus productos, ni los que los transforman (molineros, queseros, charcuteros, etc.) pueden venderlos de otra forma que no sea bajo un estricto control, que garantice que no se ha de superar ni el precio marcado, ni las cantidades establecidas, porque sólo se puede vender aquello que dispone de la oportuna acreditación y en las condiciones dispuestas.
Durante la I Guerra Mundial, el problema de desabastecimiento en España fue general y, un tanto por mimetismo de lo que hicieron otros países y un
mucho por necesidad, en 1915 se dictó una Ley de subsistencias «para contrarrestar las deficiencias de nuestras cosechas siempre amenazadas por los rigores de nuestro clima, la creciente alza de precios en los mercados extranjeros y el ininterrumpido encarecimiento de los fletes y conseguir que vendiendo los productos de primera necesidad de manera reglada, se impidan las perturbaciones del consumo».
El mismo año se creó el Ministerio de Abastecimientos y para poder hacer eficaces sus funciones se formaron las Juntas Provinciales de Subsistencia.
Su función inicial fue controlar el trigo, el centeno, el maíz y sus harinas, después, además, las patatas, el arroz, las legumbres, el aceite de oliva y
las grasas del cerdo y más tarde, el pan, las frutas, las hortalizas, las carnes frescas y saladas, la leche, los huevos, el azúcar, el vino, otros aceites,
pescados y sus conservas y cualquier otro producto que pudiera tener o alcanzar la consideración de artículo de consumo general.
Un par de años después se creó la Comisaría de Abastecimientos, con la función, entre otras, de enseñar a comer a los españoles. Como el asunto era
difícil, en once meses, cinco personas ocuparon el puesto de Comisario, que disponía de una Subsecretaría para facilitar la solución de los problemas.
Para hacer más eficaz al Organismo, en 1918 se creó el Ministerio de Abastecimientos y como tampoco se obtuvieron resultados muy favorables y la
Guerra ya había finalizado, se suprimió el Ministerio que en veinte meses tuvo nueve titulares y que durante los siguientes años quedó convertido en un
órgano administrativo de diferentes nombres y escasos cometidos, unas veces en el ámbito civil y otras en el militar.
Los años previos a nuestra Guerra se caracterizaron por cosechas abundantes y precios muy deprimidos por falta de demandantes, que disponían de
pocos recursos para poder adquirir los productos que se almacenaban en origen. Las buenas cosechas no impidieron que la situación agraria fuese
tan mala, que muchos optaron por no sembrar al no haber sido posible vender, ni siquiera a precios muy bajos, la cosecha del año anterior.
Al comenzar la Guerra, se formaron dos bloques, no siempre bien delimitados y separados por un frente cambiante. La denominada España Nacional tuvo durante todo el período un nivel aceptable de abastecimiento, ya que en ella estaban provincias productoras de cereales (Castilla, Aragón y parte de Andalucía), regiones ganaderas (Extremadura, León, Galicia y parte de Asturias y Cantabria), áreas vinícolas y azucareras y provincias litorales
que siguieron pescando. La España Roja, principalmente mediterránea, también tuvo cubiertas al principio sus necesidades, pero la presión bélica y
quizás la ayuda organizativa de personas que, formadas en otros países, desconocían el nuestro, hizo que la situación fuese deteriorándose poco a
poco hasta alcanzar niveles dramáticos.
Un Decreto del Gobierno Nacional, publicado en octubre de 1936 decía «Queda prohibida la venta de productos a precios superiores a los que regían
el 18 de julio, siempre que la alteración no este previamente autorizada» y para hacer posible su cumplimiento se crearon las Juntas Provinciales de Abastos, presididas por el Gobernador Civil, en las que muy pronto, además de los responsables provinciales de los Ministerios técnicos, entraron a formar
parte representantes de la F.E.T y de las J.O.N.S.
En el mes de marzo de 1939, antes de la finalización de la Guerra, se creó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes y, apenas un mes
después de acabarse la Guerra, se estableció el racionamiento en toda España dada la «necesidad de asegurar el normal abastecimiento de la población y la de impedir que prospere cierta tendencia al acaparamiento de algunas mercancías, movida por el agio y fomentada por falsas noticias, es aconsejable
la adopción, con carácter temporal, de un sistema de racionamiento para determinados productos alimenticios».
La unidad de consumo a efectos de racionamiento era el hombre adulto. Los niños de hasta catorce años recibían el 60%, la mujer adulta el 80% y los
ancianos de más de sesenta años, el 80%.
Para poder controlar adecuadamente la distribución de los alimentos se reglamentó y restringió la circulación interprovincial de los productos intervenidos, estableciéndose las «guías de circulación» y los «conocimientos de ventas». Además, disposiciones diversas se encargaron de regular las siembras, las recogidas, los censos ganaderos y se establecieron
penas para las infracciones en materia de información, declaración y estadística de existencias.
En el campo, de la misma forma que hoy se habla de los impresos para cobrar las subvenciones de la Unión Europea, el C-1 se convirtió en un mágico
documento, al que se le atribuía la seguridad del racionamiento familiar, al mismo tiempo que le daba al agricultor la posibilidad de disponer de una
parte, amplia según el Gobierno y mínima según los agricultores, de su cosecha. Para controlar todo este papeleo, la Comisaría necesitaba la ayuda
de un organismo agrario y con tal motivo se creó el Servicio Nacional del Trigo.
La regulación de todo el movimiento de los alimentos era exhaustiva y se controlaba cada kilo de trigo al productor, al molinero, al panadero y al consumidor, por mucho que D. Rufino Beltrán, Comisario de Abastecimientos y Transportes, en una conferencia radiada a América, en la que se demostraba
nuestra capacidad técnica en lo referente a medios de comunicación, dijese que: «Como en todos los momentos difíciles de la historia y como en todas
las circunstancias urgentes, hicimos frente a la situación que el abastecimiento nos creaba con la improvisación, esa notable y bienhechora improvisación,
peculiar de las razas latinas y condición esencial de la española».
La cartilla de racionamiento era individual y el despacho de alimentos se hacía contra corte y entrega de un cupón, único modo posible para que cada
consumidor pudiese exigir la entrega de su racionamiento y de que se pudieran controlar al comerciante los movimientos y existencias de los víveres.
El comerciante tenía que responder de la totalidad de la mercancía, después de descontar las «mermas » que por troceo, medición o peso eran admitidas.
En ellas no se contabilizaba el papel de envolver, generalmente de estraza, ni el engrudo, a veces excesivo, con que se pegaba el paquete, que se consideraban como parte del suministro y que suponían para el comerciante la disponibilidad de alimentos para su uso personal.
Cada consumidor, bien directamente o través de un responsable de la unidad familiar, tenía que dirigirse al establecimiento asignado para retirar los
productos catalogados como de «ultramarinos», en tanto que para la carne era necesario ir a las carnicerías, también designadas, en las que el control
era más difícil de hacer por la dificultad de evaluar mermas y desperdicios. La calidad de la carne de intervención era bastante mala, como consecuencia
de que a ella se destinaban las peores reses, en tanto que a la venta libre, que coexistió durante mucho tiempo —hasta octubre de 1943— se llevaba
los mejores animales.
La prohibición del sacrificio de terneros jóvenes de menos de 125 Kg —aunque la cifra varió según las circunstancias— duró muchos años. Sólo podían
sacrificarse cuando se diesen razones que impidiesen el desarrollo del animal, como, por ejemplo, que se hubiese roto una pata, en cuyo caso se procedía
al sacrificio de urgencia y, como es lógico, nunca hubo tanto sacrificio de urgencia como en aquellos años, según parece, porque los mismos
carniceros rompían una pata del animal seleccionado para el sacrificio, si todavía no había alcanzado el peso establecido.
Se dio la circunstancia de que en el mercado concurrían dos clases de carne de vacuno: la de los animales que habían acabado su ciclo productivo,
de leche o de trabajo —siempre con muchos años— que se mandaban al matadero y proporcionaban una carne roja oscura, dura y correosa y la
denominada carne blanca de ternera, que procedía de animales muy jóvenes y proporcionaba una carne muy clara, rosa pálida, casi blanca, tierna e insípida.
Cuando ahora se intentan promocionar las carnes rojas se produce —aunque afortunadamente cada vez menos— un rechazo hacia ellas que, a juicio
de los expertos, está poco justificado. Seguramente la razón de este comportamiento haya que buscarla en el color que tenían aquellas carnes de
posguerra que se compraban en intervención y a veces en el mercado libre, que, además de ser de color rojo oscuro, eran durísimas y malas.
Uno de los productos que más escaseó en estos años fueron los huevos. Quizás por lo complejo de su distribución —por ser relativamente perecederos— o por lo difícil de controlar el número y la producción
de las gallinas, nunca se incluyeron entre los productos de racionamiento y su precio fue siempre muy elevado, superando el de la docena al de un kilo de carne o pescado de la mejor calidad.
La leche tampoco fue producto de regulación y el control de su calidad no fue exhaustivo. Como consecuencia, había leche de distintos precios en las
mismas lecherías —que en Madrid casi siempre eran también vaquerías— en función de la cantidad de agua que se le añadiese y en algunos establecimientos se mostraba una lista de precios en la que ofrecían: «Leche, leche de vaca, leche pura de vaca y leche-leche de vaca».
El problema no era exclusivo de la leche. Con el café aún fue más llamativo. Había «café» hecho con malta y achicoria, «recuelo», que era una segunda, tercera o cuarta edición de un café ya extraído y, a veces, pocas, había café, ocasionalmente, café-café y una auténtica excepción era el que se anunciaba
como «café por la gloria de mi madre».
En los chocolates también había clases, pero todas ellas, incluso las mejores, llevaban harinas. En algunos casos eran de trigo y otras de garrofa, mandioca,
alpiste o de otros granos de los denominados libres.
El chocolate espeso era un dicho que intentaba demostrar que a nosotros, los españoles, el chocolate nos gustaba densísimo, pero la realidad es que a veces se convertía en una pasta, o mejor un engrudo, absolutamente incomestible por el exceso de fécula que entraba en su composición.
Sería excesivo hacer una revisión general de todos los productos que no estaban intervenidos, y de las posibilidades que tenían de estar adulterados
—que seguramente eran muchas—, por la simple razón de que los inspectores y el aparato en general estaban volcados en controlar los movimientos de los productos objeto de racionamiento. A veces, como sucedió con el chocolate, los contingentes de cacao eran tan pequeños, que no se habría podido satisfacer la demanda —aunque esta no era grande—, si no se hubiese «ayudado» a las materias primas tradicionales con la participación de algún sucedáneo, si es que así podía llamarse a la harina de garrofa o a la fécula.
En función de las existencias, en cada provincia se hacían los lotes de distribución a percibir por cartilla y por ello no eran iguales para todo el territorio, por lo que los desajustes que se podían producir —y de hecho se producían— eran muy variados.
Néstor Luján cuenta la distribución de dos semanas seguidas, que consistió en aceite, café y alubias en la primera y azúcar, bacalao, pasta para
sopa y manteca vegetal en la segunda y con estos productos consideraba obligado que hubiesen adjuntado un folleto de recetas para su más adecuada
utilización.
Según fueron mejorando las condiciones se fueron dejando más productos fuera de la intervención y se mejoraron los suministros, aunque no tanto
como para que el Comandante Cid de la Llave asegurase que con los suministros de diciembre de 1943 y con los productos que se podían encontrar
a precios asequibles, la alimentación de los españoles «es notablemente superior, más variada y regular que la de toda Europa y suficiente para que
nadie pueda decir con razón que en España se pasa hambre, ni mucho menos, por escasez de alimentos».
No cabe duda que la afirmación del Sr. Comandante peca de «exceso de exageración», pero no es menos cierto que el racionamiento de los alimentos
no fue una práctica exclusiva de nuestro país, porque en aquellos momentos las «habas cocían en muchas partes», como ocurría en Alemania, Gran Bretaña, Japón, Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal, Suiza, Suecia, Noruega, etc., pero en ninguno de los casos duró trece años, como en España y, además, en la mayoría de estos países los productos intervenidos fueron muy pocos y, con frecuencia, la actuación estaba limitada a una parte de la población.
El racionamiento es una medida excepcional, por supuesto traumática, pero en ciertos momentos y circunstancias puede ser necesario. El problema es que, en España, el déficit que se ocasionó por razones internas y externas, no fue combatido con una medida temporal para salvar una crisis, sino que se
convirtió en una actuación de larga duración, que se prolongó artificialmente, incluso cuando los indicadores económicos aconsejaban suspenderla por
ser excesivamente intervencionista, por haber perdido ya la función fundamental de facilitar el acceso a los alimentos que tuvo en su momento, por facilitar un doble mercado con los inconvenientes que eso conlleva y porque su continuidad se basaba en el mantenimiento de unos organismos (Comisaría de
Abastecimientos y Transportes, Junta Superior de Precios y Fiscalía de Tasas) que se crearon para solucionar problemas, pero no para prolongarlos y producir el efecto contrario al buscado, porque la intervención, nacida para evitar la especulación, terminó siendo su motor.

LA POSGUERRA
La guerra hizo abandonar cultivos, sacrificar buena parte del censo reproductor, no reponer útiles de labranza y, sobre todo, que murieran muchas
personas. No el millón de muertos que calculó Gironella, pero sí una parte importante de la población activa. Se resintieron todas las actividades
económicas y se empleó un exceso de capital en actividades bélicas.
Llegamos a la guerra tras un período de crisis económica, de recesión de precios agrarios, de revueltas reiteradas y para colmo, cuando terminamos
de matarnos nosotros, empezó a matarse el resto de Europa, con consecuencias generales para el mundo.
En septiembre de 1934, aparece por primera vez en la prensa la palabra «estraperlo». Strauss, un austriaco nacionalizado mexicano y Perle, súbdito
holandés, inventaron una especie de ruleta de juego que denominaron «straperle», seguramente orgullosos de la imaginación que hizo posible el aparato.
Consiguieron autorización para instalarla en el Casino de San Sebastián y, durante tres horas —las que transcurrieron hasta ser clausurada— atrajo la atención de jugadores y periodistas, que se desplazaron a la ciudad vasca para poder describir tan ingenioso invento.
La palabra estraperlo, que hoy ha perdido significado, corrió en boca de todos los españoles durante todo el tiempo que estuvo limitada la comercialización
de alimentos. El estraperlista era odiado por la ciudadanía, perseguido por las autoridades y condenado por la Iglesia, pero, al mismo tiempo, era un personaje admirado y envidiado y a él se recurría cuando se necesitaban determinados alimentos o simplemente cuando alguien quería hacer un alto en sus hambres. En determinados momentos las autoridades le toleraron e incluso, más o menos directamente, se recurría a él a través de algún familiar o amigo para obtener mejores precios, o asegurar un más o menos confortable nivel de abastecimiento y hasta, según se cuenta, algún estraperlista acallaba su conciencia poniendo a disposición de miembros del clero alguna reserva
de alimentos, que facilitaban las obras de caridad.
La figura del estraperlista fue frecuente en la novela, el teatro, el cine y, por supuesto, en la prensa.
Para muchos fue la mejor manera de hacerse rico y de amasar enormes fortunas. Es cierto que, como en todas, también en esta profesión hubo niveles
diferentes y mientras unos apenas sacaban para poder comer, otros hicieron auténticos «agostos».
Muchos perfeccionaron su actividad y tras iniciarse trayendo unos panes o unos chorizos de sus pueblos, acabaron obteniendo concesiones de importación de materias primas, máquinas, vehículos, etcétera, y, así, el estraperlo, que nació del hambre de los semejantes, terminó siendo un modo de vida e implantándose en una sociedad en la que los toques de corrupción eran frecuentes y de los que no estoy seguro que no estemos sufriendo aún, las consecuencias de algo que fue corriente durante mucho tiempo.
Los tiempos de penuria fueron largos, de hecho los indicadores económicos de 1935 no se igualaron hasta 1952 y para entonces se había formado una
estructura basada en el fraude, en la especulación y en prácticas poco recomendables para la salud de un país, y muy rentables para los que las ejercían, aunque las consecuencias las paguen quienes no tienen ninguna culpa, porque la base de este sistema es la contraposición —a costa de lo que sea— del interés de uno frente al interés general.
No se trata de dramatizar, pero los episodios del metanol en licores o de las anilinas en aceite, seguramente encontraron su caldo de cultivo en una sociedad que toleró e incluso facilitó el estraperlo —aunque en un momento estuviese perseguido— al menos en sus últimos escalones. Las influencias
y las posiciones puntuales de privilegio fueron más frecuentes, y más transigidas, de lo que en principio se podía pensar.
Lo anterior no es óbice para que la condena de los especuladores por las autoridades, por la policía y por la Iglesia fuese dura. El jesuita, Padre Aspiazu,
bautizó la acción como «usura de precios» y recurrió a frases de San Antonio de Florencia para hacernos más convincentes los argumentos expuestos
en su obra «Los precios abusivos ante la moral».
En 1941, los prelados de la Provincia Eclesiástica de Valladolid (que comprendía las diócesis de Valladolid, Astorga, Ávila, Ciudad Rodrigo, Salamanca, Segovia y Zamora) dieron a conocer una Pastoral que constaba de los siguientes capítulos: «La codicia de los bienes materiales», «La avaricia
en la compraventa», «La doctrina de San Alfonso María de Ligorio», «Enseñanzas del Angélico» (Santo Tomás) y terminaba con unas «Normas morales sistematizadas» y una «Exhortación práctica».
Los años malos desde el punto de vista alimentario se sucedían sin apenas repuntes, pero, además, a veces —como sucedió en 1945, el de la «pertinaz
sequía»—, años malísimos impedían cualquier atisbo de optimismo.
El estraperlo se convirtió en una práctica habitual y para algunos en su solución personal. Cada día una multitud de españoles partía de los lugares en que había algo para vender sus productos donde alguien se los comprara. Salían en tren, autobús, bicicleta o a pie. Siempre con grandes bultos, que o bien tiraban por la ventanilla del vehículo a sus compinches que los recogían, y así llegaban a las estaciones, donde esperaba la vigilancia, con aires de turistas, o bien escondían la mercancía recurriendo a variadas e ingeniosas estratagemas.
Abundaban las mujeres pseudo embarazadas, se usaban con frecuencia faldas largas superpuestas y las blusas masculinas campesinas, de «tratante».
Aumentaron los mancos, los cojos, los ciegos, los jorobados y los tontos, que con su «defecto» intentaban eludir los registros de los de Abastos.
La gente paseaba por las calles y se reunía cerca de los desabastecidos mercados, escondiendo panes, huevos o aceite, o intentando descubrir quién de los que pasaban por su lado podría vendérselos.
A veces, sin que las personas ajenas a este negocio lo esperasen, se producían carreras que parecían injustificadas y que terminaban en pequeñas estampidas, en las que corrían los estraperlistas e incluso los que, sin serlo, tenían miedo.
En ocasiones, en las carreras se perdían cosas y entre los recuerdos marcados, se me viene a la mente la cara de satisfacción de una señora que
había recogido del suelo, ayudándose con una cucharilla, cantidad suficiente para llenar medio plato de magma de huevo y, además, un huevo casi entero,
sólo fisurado, pero sin que se hubiese salido su contenido.
Hubo hambre, que se refleja en fotografías, en el cine de entonces o en el que a la época se refiere: «Plácido», «El cochecito», «Bienvenido Mister Marshall», «Pim Pam Pum...¡fuego!», «Ay Carmela», etc.; en la literatura: «La Colmena», «Viaje a la Alcarria», «Toreo de salón», «Tobogán de hambrientos», de Camilo José Cela, «Los clarines del miedo», «Se vende un hombre», de Ángel María de Lera, «La cangrejada», de Miguel Delibes, «Tiempos de silencio», de Luis Martín, «Central eléctrica», de Jesús López Pacheco, «Nada», de Carmen Laforet, «La España de la posguerra», de Vizcaíno Casas, «Memorias de Leticia Valle», de Rosa Chacel, «Tumbaollas y hambrientos», de Juan Eslava Galán, «La gaznápiro », de Andrés Berlanga, «El Jarama», de Sánchez
Ferlosio, «Pueblo», de Azorín, «Libro de Sigüenza», de Gabriel Miró y otras obras de Serrano Anguita, Joaquín de Entrambasaguas, Pío Baroja, Díaz Cañabate, García Pavón, Fernando Díaz Plaja, etc., en la novela, el relato y el periodismo; «Quedan señales», de Ángel Crespo,«Con los cinco sentidos», de Leopoldo de Luis o «La nana de la cebolla», de Miguel Hernández, en la poesía; «Cocidito madrileño», «En tierra extraña», «¡Camarero!»,
«Cocinero, cocinero», «La vaca lechera» o «La gallina Papanatas», en la música popular; la «canción del Cola-Cao», el «supertorrefacto Columba» o el
«chocolate Matías López», en la publicidad; «La familia Cebolleta», siempre en busca de un pavo, los hermanos «Zipi y Zape», que tienen en el bocadillo
un motivo constante de diálogo y, sobre todo, «Carpanta», con sus sueños y penurias, en los tebeos infantiles. Todos ellos son claro exponente, aunque muy incompleto, de lo importante, lo apreciada y a la vez esquiva, que era la comida con los españoles de la posguerra.
Es constante la referencia a la comida, a las dificultades para obtenerla, al culto que se le rinde, a la desesperación del que no la tiene, a la ostentación del que tiene de sobra. También es motivo de estudio y de análisis económicos la posibilidad de obtener más alimentos —en España, sobre todo, y ocasionalmente importándolos—, de conseguir los cultivos más adecuados, de la sustitución de producciones, de los medios de producción, del almacenamiento racional y, en general, de todo aquello que, relacionado con la alimentación, pueda mejorar de alguna forma la situación de una población
verdaderamente necesitada.
Es curioso, sin embargo, que en unos momentos en los que se legislaban cosas tales como la prohibición de que en los restaurantes en los que se ofrezcan platos de huevos se sirva más de uno, la institución del día sin postre o la del plato único, se hicieran consideraciones puntuales de la suerte de
comer algo que se consideraba excelente, aunque fueran unas simples sopas de ajo, bien condimentadas y sabrosas y que, en ese momento, el afortunado se preguntase —para llegar a la conclusión de la imposibilidad de mejorar su suerte— ¿Qué comerá un rey?, ¿Qué comerá un presidente de la república?, ¿Qué comerá un multimillonario? Y el que estas preguntas se hace, es nada menos que Azorín.
Isaías Lafuente, en su libro «Tiempos de hambre», se cuestiona cómo es posible que inmediatamente después de terminar la Guerra, en los momentos
más duros, se hiciese publicidad del agua mineral Castromonte Vita, «ideal para los excesos de la comida », o de Fontenova, «tómela a diario y coma y
beba lo que quiera», o de los balnearios de Alhama de Granada o de Cofrentes, idóneos para resolver los problemas de obesidad, o el «Plan para adelgazar », que ofrecía la revista «Y», en julio de 1941 y que, además, justificaba su publicación porque «la actitud favorable de España frente a otros pueblos europeos ha hecho que las forzosas e inevitables restricciones impuestas por el desarrollo del actual conflicto internacional, se den en nuestro país en ínfima proporción». Por si no fuese suficiente, termina la justificación de su plan de adelgazamiento asegurando que «el número de mujeres que desean engordar suele ser muy inferior al de las que necesitan lo contrario».
El pollo era un auténtico artículo de lujo, que en 1941, costaba alrededor de 16 pesetas, una cifra que muy pocos estaban en disposición de gastar, pero, para solucionar el problema, la ya mencionada revista «Y» ideó un sistema para que con un pollo pudiera comer una familia de cuatro personas durante cuatro días. La primera comida se hacía con los dos muslos y la dos patas (contramuslos)
asados, la segunda consistía en pollo al jerez, hecho con las alas y las pechugas. Un pastel de pollo con los restos pegados a la carcasa el hígado, el
corazón y los riñones configuraban la tercera comida y para la cuarta se hacía un potaje de legumbres con las mollejas y los despojos. Lo que no es fácil de comprender, es que la revista propusiese estos menús, al mismo tiempo que alguien le diese publicidad para adelgazar.
A pesar de lo anterior, lo que más sorprende al autor es el anuncio publicado en las páginas del ABC, que decía: «Para adelgazar, Sabelín, composición
de hierbas medicinales. No deja señales de la obesidad, conservando las carnes fuertes y sin arrugas. No perjudica». Quizás la contestación a esta aparente contradicción estaba en que también en aquella España, como decía el torero, había gente «pa tó».
Auxilio Social fue una institución creada para poder socorrer a los más necesitados, a quienes se les proporcionaba una comida al día en locales especialmente acondicionados al efecto. El menú no era ni mucho menos de lujo, pero la necesidad hacía que el número de comensales fuese grande. A
veces, los presupuestos no llegaban y era necesario acudir a fuentes externas de financiación. El «emblema» era una especie de insignia de cartón que los asistentes a espectáculos (cine, teatro, fútbol, toros) tenían la obligación de adquirir y colocarse en la solapa.
Lo único que no escaseó en España fue el vino y, además, de vez en cuando, aparecían en el mercado algunos productos en cantidades considerables, como boniatos —excelentes por otra parte—, castañas, arroz y, en alguna ocasión, sardinas en salazón, que recibían el apelativo de «arenques».
No había mucho pescado, pero abundaban las pescadillas, que se cocinaban fritas y enroscadas y se conocían como «rabiosas», aunque sin saberse
muy bien la razón ya que impresionaba su semblante pacífico.
Boniatos, castañas, garrofa, bacalao, trigo tostado, carne de membrillo, garbanzos tostados con cal, altramuces, almortas eran aprovechados y
bastante bien valorados a pesar de la reiteración de su consumo e incluso, llegado un cierto momento algunos dejaron de ser comida formal para,
junto con las majuelas y unas cajitas de madera rellenas de gelatina, convertirse en caprichos de chavales, algo así como lo que hoy se conoce con el nombre de «chuches». Analizado a fondo, es posible que no se haya avanzado demasiado en la calidad del producto moderno, que además tiene el inconveniente, desde el punto de vista nutricional, de consumirse en cantidades muy superiores.
El pan con aceite era una merienda frecuente, unas veces se añadía azúcar, otras sal y, si las circunstancias eran favorables, algún trozo de tomate que,
al menos en Castilla, no se restregaba sobre el pan. El tomate podía ser —y de hecho era— el postre de las comidas cuando no había para más.
«La imaginación tuvo que funcionar para inventar comida con bazofia; pero quien no nació para estos menesteres, mal podía condimentar lo que no supiera hacer con manjares ricos. Hoy el valor de esa utilidad, la grandeza del bien comer, sin abundancias costosas, con cualquier cosa, es una bella realidad que bien ha de ver, y solazarse con ella quien este libro leyere». Con estas palabras prologaba D. Yago-César de Salvador el libro de D. Ignacio Doménech, «Cocina de Recursos», subtitulado «Deseo mi comida» y más subsubtitulado todavía, «Obra de Actualidad, ambientada únicamente en
las clases de comidas que pueden prepararse en tiempos de guerra y en los de escasez de comestibles ». «Única en su genero; sus instrucciones y conocimientos son necesarios a las amas de casa, cocineras, cocineros, mayordomos, propietarios de restaurantes y hospederías y a los que intervienen en el arte culinario». «Libro de recursos, con prácticas de imaginaciones, entre cacerolas y sartenes de una época en la que carecíamos de todo.
Obra culinaria en la que no figuran platos elegantes de alta cocina».
El libro, que es una auténtica delicia, tiene una primera parte escrita en los meses finales de 1938, en los que el autor sueña con «grandes mercados repletos de mil vituallas frescas de toda clase de comestibles, mil colmados llenos de toda clase de manjares apetitosos a precios razonables, son tantas
las cosas que deseo escoger, los festines que pienso darme, tanto que mi buena salud, mis mandíbulas y mi fuerte dentadura bien afilada me proporcionarán el mayor de los placeres».
Los sueños se asemejan a los espejismos que tiene el que está perdido en el desierto, que ve el oasis al alcance de su mano y cuando está a punto de
alcanzarlo se da cuenta de que todo es una ilusión, que no hay agua, ni palmeras, ni siquiera sombra, apenas unas piedras, que tienen el mismo sentido que para Doménech tenían las trufas, mostaza, sal, piklers, pimentón y agua de «lithines», que encontró en el escaparate de algún colmado, cuando no tenía nada que condimentar con tales ingredientes.
A pesar de todo, los compraba y si más adelante, en otro escaparate, veía cajitas de palillos perfumados, también los adquiría, para cerrar los ojos y
hacer que a su calenturienta imaginación llegase la imagen de una «bolilla de mantequilla rizada, que está entre pedacitos de hielo bien transparente, y con ella embadurnarse una rebanada de un esponjoso panecillo de Viena, espolvoreado ligeramente de sal».
Ignacio Doménech Puigcercos, que en la Bibliografía de la Gastronomía española, de Carmen Simón Palmer, figura nada menos que con treinta títulos,
algunos con repetidas ediciones, es un autor al que, quizás, no se le ha dado la importancia que merece porque en muchos de los platos demuestra que, cuando faltan recursos y lo único que sobra es tiempo, la imaginación es capaz de hacer maravillas y seguramente, muchos años antes, algunos como él inventaron platos tan importantes como las migas, partiendo de pan duro, un poco de sal y un trozo de tocino o el gazpacho, que tiene como ingredientes imprescindibles, agua, sal y sol y por añadidura alguna hortaliza a mano, un poco de aceite y un chorro de vinagre.
La cocina española, incluso la que hoy compite con la de cualquier país del mundo, está basada en elaboraciones culinarias de subsistencia, con la
importante característica, casi permanente, de depender del aprovechamiento de los recursos y variar con su disponibilidad, apareciendo lo que hoy llamamos pomposamente «cocina de temporada».
La experiencia la ha matizado, le ha quitado dureza y el bien hacer y la técnica la han convertido en elegante y moderna, pero la mezcla de sabores, los
aderezos y la imaginación estuvieron presentes en el nacimiento de sus platos
«Sopa de pobres a la marsellesa», el «farro de los ricos », la «tortilla sin huevo de gallina para los casos de necesidad», «tortilla de escarola», «calamares fritos sin calamares», «hojas de remolacha con tocino y manises», «bullabesa sin pescados con huevos», «tortilla de guerra con patatas simuladas», «salsa
mahonesa falsa», «carne con un guisito modesto», «cortezas de naranjas confitadas», «sopa de pan rallado Susanita», «pudin de pan y algarrobas a la cubanita » y «soufflé de cacahuetes», son algunos de los platos cuyo solo nombre refleja las penurias que se pasaban.
Pero, además, el maestro Doménech da auténticas clases de la aplicación culinaria en tiempos de penuria, en un capítulo denominado «La economía
bien entendida», en el que considera «los derivados naturales que se deberían tener en cuenta cuando se disponen a mondar o a limpiar las legumbres»,
sin que quede absolutamente nada sin utilizar o en otro epígrafe titulado «Los platitos que pueden hacerse aunque sea basándose en una col o repollo
puestos en manos que sepan administrar los géneros de comer», en el que recuerda cómo el inteligente pordiosero que removía los montones de basura
en París se convierte en un elegante millonario del Boulevard Hausmann, en la novela de Zola, titulada «La Ralea».
También da consejos para «guisar ciertos platos sin la intervención del aceite ni de ninguna grasa» o cómo «hacer una casi mantequilla o reemplazar a la
leche de vaca» y no, como podría pensar quien hoy lo leyera sin estar previamente advertido, por razones dietéticas y sí simplemente de penuria.
Un poco después, la Sección Femenina, editó un magnífico «Manual de Cocina», que es un recetario en el que se ofrece una interesante recopilación de platos variadísimos y titulados con nombres a veces hasta grandilocuentes, pero en el que también están presentes la falta de recursos y la filosofía de
aprovechamiento de todo lo que fuese posible.
Hoy han pasado tan sólo unos pocos años y, sin recurrir a los dichos que fueron populares durante los años 50, 60 y 70, referentes al hambre que se
pasó durante la guerra y la posguerra, no está de más que reconsideremos nuestra actual forma de aprovechar y utilizar los alimentos, sobre todo cuando entre nosotros o en países muy cercanos al nuestro, sigue existiendo un hambre muy parecido al que nosotros mismos o nuestros antepasados
más próximos padecieron.
Unos pocos años después, las tiendas de ultramarinos comenzaron a vender algunos productos a precios más o menos controlados, pero sin necesidad
de estar regidos por el sistema de las cartillas de racionamiento. En algunos casos se empezó a utilizar la publicidad, a veces rotunda, como, por
ejemplo «Chocolate Yubero, el mejor del mundo entero », o modesta, como «Con los purés de Servando me voy criando». Se utilizaban reconstituyentes
para niños, como el aceite de hígado de bacalao, rico en vitaminas liposolubles, la nuez de cola o la quina Santa Catalina, en los que, a falta de específicos
más eficaces, se tenía una gran fe en que su ingesta hiciese casi milagros.
Se empezaba a poder practicar algún placer gastronómico.
En las fiestas de los pueblos vendían unos bastones de caramelo que eran verdaderamente horribles. Cada uno de ellos tenía todos los colores imaginables y consecuentemente todos los colorantes. También había almendras garrapiñadas, que en el centro de la pieza tenían un cacahuete,
y unos helados que se elaboraban sobre una barra de hielo a la que se les extraían, raspando unas virutas que se apelmazaban en un molde
al que previamente se le había colocado un palo.
Una vez conformado el polo, el del puesto preguntaba que de qué lo querías y según tus deseos echaba un líquido de unos frascos y al instante tenías
en tus manos un helado de naranja, limón, fresa o menta.
En los trenes, un señor repartía con carácter gratuito un pequeñísimo caramelo que llamaba «gotitas» a cada pasajero e inmediatamente hacía una rifa
vendiendo cartas de la baraja española y procediendo, una vez agotadas las participaciones, a requerir la colaboración de una mano inocente que
cortaba la baraja y con su actuación decidía a quién le correspondía el premio, que consistía en un mono de peluche o en una botella de anís o «coñac», a elegir. En los pueblos y en los barrios periféricos de las ciudades actuaban compañías ambulantes de teatro, que representaban dramas o comedias, llevaban un espectáculo de «varietés» o practicaban la copla española. En todos los casos, pasaban una bandeja para que cada cual depositase su voluntad y, además, para ayudarse, hacían una rifa de la botella a elegir y en los casos de mucha afluencia de público de un jamón, de calidad no excesivamente buena.
El pollo era una especie de objetivo difícil de alcanzar.
En los pueblos se preparaba alguno especialmente para las fiestas locales y otro para Navidad, que en algunos casos podía ser sustituido por un pavo. Comer pollo era un auténtico signo de distinción y, en contra de lo que ahora se cree, los mencionados animales eran más bien malos, de carne correosa y con una cantidad enorme de tendones.
Es cierto que tenían mucho sabor, pero estoy convencido de que si hoy nos diesen ese pollo en cualquier sitio, lo rechazaríamos por duro y porque su
gusto nos resultaría extraño.
Unos días antes de Navidad, en el centro de Madrid se empezaba a oír, al amanecer, el canto de los gallos que cada cual se había hecho llegar del
pueblo a través de familiares o de polleros y que se ponían en terrazas y balcones, a veces atados, para que se fuese preparando y para que los vecinos se enterasen. En algunas tiendas especializadas se exhibían cestas de Navidad, muchas veces exuberantes y en las casas se esperaba el regalo
de empresa, que no tenía nada que ver con las cestas pero que solucionaba, al menos, una parte de la cena de Nochebuena. Esos días se tiraba la casa por la ventana y se hacía alarde de que no faltaba de nada, aunque una parte importante de la cena la constituyesen la lombarda, el cardo o la borraja
y una ensalada de frutas, en la que predominaban los encendidos granos de granada. En medio, besugo, pollo, pavo o cordero y en las casas más pudientes al pescado le acompañaba una carne. Ese día se bebía vino «de marca», aunque esta distinción no era sinónimo de calidad. Los postres eran siempre, en todas las casas, turrón, mazapán, polvorones, en más o menos cantidad y calidad. Había turrones de fécula coloreada y azúcar y de miel y almendras. Los frutos secos, las pasas, higos, ciruelas y orejones formaban parte de la bandeja que se ofrecía a las visitas junto con un vino dulce, una mistela o una copita de un licor escarchado.
Abrir una botella de sidra «acampanada » o de «champán» español, casi siempre semidulce, era un signo de distinción y las botellas de champagne, de las que algunos presumían, eran una leyenda.
En 1940, cuando Lhardy reanudó su actividad, la disponibilidad de alimentos no era muy grande y el dueño cuenta que, a la vuelta de Asturias, donde había pasado la guerra, su primera comida en el restaurante estuvo compuesta por sopa de arroz, arroz en cazuela y arroz con leche, pero no pasó mucho tiempo en estas circunstancias. En seguida pudo reanudar su actividad y ofrecer una carta en la que no faltaban los manjares más selectos y son de destacar los menús de la llamada «Cena de fin de siglo», celebrada en 1943 y el homenaje a Manolete, en diciembre del año siguiente. En 1943 se inauguró Horcher y dos años más tarde, D. Clodoaldo Cortés abrió Jockey. Habían quedado ya atrás los malos tiempos, por lo menos para algunos, aquellos que podían sentirse aludidos tras aparecer en la prensa una nota titulada «La vituperable costumbre de los banquetes», en la que el Ministro de Interior, Sr. Serrano Suñer, decía que: «esperaba de las autoridades que con su acertada gestión contribuyeran a contrarrestar la inveterada práctica de los banquetes, que tanto desdice del sentido de vida del momento».
En un tiempo, pareció que la diferencia entre las dos «Españas» era cada vez mayor, la disponibilidad de alimentos era excesivamente dispar y hambre
y abundancia coexistían de tal forma que, mientras seguía habiendo hambre, unos cuantos privilegiados tenían derecho a todo e incluso hacían ostentación de ello. Tomaban aperitivos en las terrazas, las comidas eran completas y además se acompañaban de café, copa y puro, del que se decía que a veces se encendía con billetes de curso legal. Había salas de fiestas y locales donde invitar a «señoritas» y regalarles medias «de cristal», se alardeaba del «haiga», se presumía de cacerías, monterías, hipódromo y fincas, se traían antibióticos
de Londres para curar catarros y se hacía ostentación de riqueza, seguramente porque, como dice mi amigo Pepe Castilla, sólo se puede ser rico de verdad en los países pobres.
Por aquellos tiempos, comenzó a surgir una clase media que quería tener acceso a los placeres que durante mucho tiempo le habían estado vedados.
Uno de los primeros signos de riqueza fue el «biscuter », se empezaron a celebrar meriendas en los alrededores de las ciudades, en las que se llevaba
tortilla y a veces algún filete empanado y de postre unos flanes temblorosos que se llamaban «chinos». Cuando se estaba enfermo, se recetaba merluza
y yogur y algunas casas de comidas fueron modernizándose al mismo tiempo que iban apareciendo restaurantes en algunos barrios. En los alrededores
de la Gran Vía madrileña aparecieron nuevos restaurantes de un cierto nivel: Pagasarri, Archanda, Copatisant, que nacieron con vocación de conseguir cierta calidad, aunque sin llegar a los consagrados Aroca, Ciriaco, La Zamorana, La Colorada, Edelweis, La Gran Tasca, La Gran Taberna,
etcétera. Surgieron también las cafeterías con nombres americanos y platos combinados e incluso, aunque un poco más tarde, algún restaurante con un toque italiano o chino. En la calle de la Ternera, en los alrededores de la Gran Vía, había uno que tenía bastante buen cartel, pero alguien corrió la voz de que su prestigioso potaje de Cuaresma, del que tanto presumía, estaba hecho con el caldo de cocido que sobraba, en cuya composición entraba carne y que, por lo tanto, no se podía comer en los días de vigilia.
En el cocido se inició el acompañamiento de los garbanzos con algo de carne, algún trozo de embutido y otro de tocino más o menos rancio, aunque todavía era necesario alargar la parte lípidoproteica con el «relleno», que haciendo honor a su nombre era una pasta que se formaba con algo de huevo —poco—, mucho pan y perejil muy bien picadito y que, por cierto, estaba buenísimo. No fue un invento de entonces porque la «bola» en las Castillas o la «pilota» en Cataluña están recogidas en recetarios muy anteriores, pero si su utilización
tiene sentido, es precisamente cuando hay que hacer que el plato cunda lo más posible.
Los recuerdos de la niñez perduran y cuando pasa el tiempo se endulzan solos hasta el punto de llegar a mitificarse. No sé las sensaciones que me producirían hoy, pero sí puedo asegurar que los mojicones de la calle del Espejo, las mejicanas de la panadería de la calle de la Ballesta, los huevos al
nido, fritos dentro de una alcachofa de pan a la que se le levantaba la parte superior y se regaba la miga con un chorro de leche, la copa Copatisant,
que llevaba flan, nata, helados, medio melocotón y guindas en almíbar o el «pan y quesillo», que todos los años nos regalaban las acacias, constituyeron
en mi infancia sensaciones muy parecidas e igual de agradables a las que la magdalena produjo en Proust.

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