09 febrero, 2008

Banquetes Mortuorios

Para tener una vision completa de lo que escribió Maria del Carmen Soler Santander, recomiendo leer el libro "Banquetes de amor y muerte" ISBN 84-7223-809-1, lo que sigue son algunos extractos.

"Traigo a mi esposo estos manjares que recocijan a los muertos: leche, dorada
Miel, el fruto de la viña...Evocamos el alma d eDarío, al verter estas bebidas
que tragará la tierra y que penetrarán hasta los dioses de allí abajo ... "
Esquilo, Los persas.

Existe siempre una estrecha relación entre las ideas de la inteligencia humana y el estado social de un pueblo, de tal forma que las instituciones antiguas,que tantas veces nos aparecen como raras, absurdas o inexplicables, se aclaran y se hacen comprensibles, y hasta lógicas, cuando acudimos a sus creencias, cuando estudiamos y conocemos sus opiniones sus seguridades
El origen de las religiones primitivas está envuelto en niebla, pero ha generado el Derecho y multitud de reglamentaciones y principios que son inamovibles mientras no se produce una nueva dirección mental, un diferente enfoque de la realidad. Por muy lejos que se bucee en las perdidas civilizaciones, lo que se encuentra siempre es la negación de la muerte como el final de todo. La vida es demasiado intensa y demasiado
breve para admitir que, de pronto, todo cesa de un modo total, a escala individual.
El primitivo no lo acepta. Para él, la muerte es un cambio, y no demasiado radical. El muerto sigue, bajo tierra, su existencia real y personal, por lo cual hay que proveerle de cuanto pueda precisar en esa su morada ultraterrena y, para ello, se enterraban junto a él sus armas, vestiduras, vasos y objetos preferidos, y hasta sus caballos y esclavos, en
la convicción de que, habiéndole servido en vida, continuarían sirviéndole en la tumba.
El ritualismo fúnebre se pierde en la noche de los tiempos. Aparece ya como creencia arraigada en la familia indo-ariana. Los familiares y deudos del difunto le saludaban y hablaban como si pudieran esperar de él una respuesta: le llamaban tres veces consecutivas por el nombre que había llevado y otras tres se le recomendaba:
"¡Cuidate bien!". Y se le expresaba este antiguo deseo: "¡Que la tierra te sea leve!". La sepultura era su vivienda. El alma que carecía de tumba, carecía de vivienda, no tenía dónde alojarse y pasaba a ser errante, sin paz y sin reposo. De ahí el deber de enterrar a los muertos. De lo contrario, éstos se volvían contra los vivos, en forma de larvas o de fantasmas.
Tras la agitación y los trabajos de este mundo, cada alma apetecía el reposo, un
lugar respetado cubierto de tierra, que abrigara los restos de su cuerpo, no sólo la breve carne, sino los duraderos huesos.

El Viático, Menú de Viaje
La comida no podía faltarle. En determinadas épocas, se derramaba vino y leche sobre su sepultura y en ella se depositaban alimentos, como vemos en Homero, Ovidio y Virgilio, poetas que se han ocupado del trasmundo, y luego, en Tácito y Tertuliano, cuando los historiadores los sustituyen en su labor testimonial.
Se adornaba la tumba con guirnaldas de hojas y flores, colocándose entre ellas
recipientes conteniendo pasteles, frutas, sal y miel. Cuando se inmolaba una víctima,
se vertía su sangre y se quemaba toda su carne, creyendo que el humo le llegaba, alimenticio, al difunto. Sus parientes ni la probaban, convencidos de que era el muerto quien necesitaba esos manjares. El banquete fúnebre se celebraba en el lugar de enterramiento del difunto, con frecuencia una cueva, mas, con el paso del tiempo, al extenderse su significado -recuerdo y ayuda al muerto-hasta el de glorificación a los

dioses e ir creciendo el número de los participantes, se hizo necesario disponer mesas en el exterior del hipogeo, y así, en un fresco de Etruria, vemos éstas colocadas a la sombra de unos árboles, o bajo un toldo o glorieta, o ante la fachada de una tumba adornada según la costumbre. A fin de obsequiar al difunto con una especie de banquete perpetuo, se hacían pintar o esculpir junto a él las escenas principales de un festín, lo cual nos ha permitido observar sus características, como sucede en una tumba de Cerveteri, en la que aparecen hasta dieciocho convidados, ricamente vestidos, coronados con flores, reclinados en lechos y con abundancia, ante sí, de comida y bebida, conversando y contemplando los juegos, que también se celebraban para placer del invisible.
Uno de esos frescos nos proporciona la lista de manjares de tales banquetes: el
de la tumba Golini, en Orvieno, de inapreciable valor para el estudioso. En él aparecen diversas especies de volatería y piezas de caza, codornices, una liebre, un corzo, trozos de vianda y hasta un buey entero. En Egipto, consta la costumbre de las comidas funerarias por una de las grandes inscripciones de Beni-Hasan. Consistían en ofrendas de panes, licores, agua y vianda. Los hindúes hacían un presente de arroz, leche, raíces y frutas. Plutarco cuenta que los griegos que murieron en la batalla de
Platea fueron enterrados en el mismo lugar del combate, y a él iban cada año los magistrados y el pueblo para ofrecerles sobre sus tumbas un obsequio de vino, leche, aceite y perfumes.
Todos los pueblos de la Antiguedad celebraban comidas en honor de los muertos, comidas que se fueron transformando en banquetes liturgicos en honor de los dioses. Antes de creer en éstos, creyeron en aquéllos. Antes de concebir y adorar a Indra o a Zeus, adoraron a los muertos, a los que temían como a criaturas misteriosas, posiblemente maléficas, a las que había que propiciar y calmar. Les ofrecen lo que para los vivos es infaltable: comida, bebida y un cobijo y vivienda.
Con eso, las almas han de sentirse perpetuamente dichosas; y poderosas, pues un muerto a quien se honra con ofrendas de alimentos y libaciones se convierte en un dios tutelar, que ama y protege a quienes le proporcionan mantenimiento, especie de pacto que el viviente no ha de romper nunca, sopena de que el alma así abandonada salga de su lugar bajo tierra y se vengue enviándole calamidades. Cuando un caminante avistaba una tumba, debía detenerse y decirle: "Tú, que eres un dios bajo tierra, ¡séme propicio!" Todo el mundo cree en esas ceremonias, incluso cuando ya nadie se molesta en
hacerlas. Perviven incluso en la época del sarcástico Luciano, el cual no ahorra sus burlas y cuchufletas ante creencias tan disparatadas y ridículas: "Un muerto a quien nadie le ofrece nada, está condenado al hambre perpetua", dice, y su carcajada parece oírse todavía. El banquete fúnebre es una especie de maridaje entre los sobrevivientes y un muerto, una alianza entre la vida carnal y la vida ultraterrena. Es, por tanto, espiritual y milagroso, de doble faz, pues honra a un muerto porque cree a la vez en que no lo está del todo, establece un puente entre el acá y el allá. Y ha continuado, en rigor, no sólo hasta los tiempos de Plutarco y los de Luciano, sino hasta nuestros días, pues en numerosos lugares se celebra una comida cuando fallece alguien, y se sorbe el
cacao o el ponche a la vez que las lágrimas.
En el Río de la Plata, "el velorio" congrega a familiares y amigos, que toman un mate criollo con azúcar, pasteles y grappa. En Rusia, se organiza una colación y se coloca, en el sitio de honor, una silla vacía, donde se sentará supuestamente el difunto, y todos la
saludan como si lo tuvieran ante sus ojos.

La última cena.
Pero hay otra comida también unida indisolublemente a la muerte, aunque con un matiz diferente, pues se trata de aquélla que se ofrece a una persona a la que se la va a obligar a morir. Como Jesucristo, otras humanas criaturas han tenido también su "última cena": los reos de muerte, los condenados sin apelación posible. Difícilmente se les puede
llamar "banquetes", pues aunque a muchos condenados a la última pena se les concedía -a veces incluso por ley- una colación extraordinaria, hasta elegida a la carta, es de suponer que, por suntuosa que fuera, el estómago sólo atendía al tamborileo agitado de un corazón empavorecido.
Ese agasajo gastronómico final es un intento de paliar con algo universalmente grato la espantosa brutalidad de una sentencia capital. Nada tiene que ver aquí el culto a los muertos, ya que éstos son unos muertos circunstanciales, obligados a serlo por los vivos.
La Historia ha recogido el deseo final, relativo a la comida, de algún ilustre condenado. Sir Walter Raleigh (vencido en la tremenda lucha a muerte, aunque librada sólo con armas diplomáticas, que el destino entabló entre él –almirante pirata-y nuestro embajador, el sutil Conde de Gondomar, gallego de suaves maneras y voluntad implacable), pidió, en la mañana de su ejecución, que se le permitiera desayunar el mismo desayuno de todos los días, como si éste fuera igual a los anteriores. A continuación, "se confortó con su querido tabaco, fumando con placer su última pipa. La noche anterior había ido a visitarle a la prisión su mujer, la pobre Bess, la cual
le informó que le habían prometido que le entregarían su cadáver. Él respondió,
sonriendo: "Bien está, Bess, que puedas disponer de mi cuerpo muerto, ya que
no siempre pudiste disponer de él cuando estaba vivo". A media noche se marchó
Bess. El condenado se echó a dormir unas horas. En aquellos instantes supremos le volvió también, como un vago aroma, el viejo amor a la poesía.
Escribió entonces una estrofa que completaba cierto poema que dedicara a Bess cuando aún no se habían casado.
Era una estrofa que recogía la eterna sabiduría de la decepción y la vanidad de todo lo humano. Su prisión estaba situada en el cuerpo de entrada de la abadía de Westminster. La ejecución había sido confirmada. Faltaban pocas horas para que se llevara a cabo.
Entonces, le sirvieron una copa de nuestro mejor Jerez (a cup of excellent good
sack) y, habiéndole preguntado si le gustaba, respondió: "Pues igual que a aquel
tipo que, cuando bebía agua en el pilón de la fuente de San Giles, camino de
Tyburn, dijo que sería esa una buena bebida si uno pudiera demorarse en ella". No le dejaron demorarse. Pero él mismo se consoló: Pidió al verdugo el hacha y, cuando la tuvo en sus manos, pasó los dedos por el filo y dijo sonriendo al sheriff que aquélla era una medicina amarga pero que iba a curar todos sus males.

Cuidado la muerte acecha
Otro condenado a la última pena, una mujer, Mariana Pineda, no quiere comer otra cosa que naranjas: "Era costumbre de la época proporcionar a los reos, durante los tres días que permanecían en capilla, los alimentos y golosinas que desearan. Esta asistencia estaba a cargo de los Hermanos de la Caridad.
Para sufragar estos gastos y las misas, recorrían las calles implorando la caridad pública, previo anuncio de la culpa por la que iba a ser ejecutado el reo.
Para llamar a las gentes, el hermano iba tocando una campanilla: "Den por Dios
para misas que una mujer perece ajusticiada".
Mariana debió de salirles barata, ya que, en esos tres días, sólo ingirió abundantes
naranjadas, fruta casi gratuita en Granada. El alcalde mayor de la prisión
le sugirió que tomase otro sustento, ya que tantas horas sin tomar nada podía
ser cosa perjudicial. "Bien puede ser", contestó ella sonriendo, "pero antes que
eso suceda, se habrá acabado mi vida".
La entregó en nombre de la libertad. Lo único que pidió, en vez de un banquete,
fue "una jofaina con agua para regar la estancia, a fin de ahuyentar un poco las
muchas chinches que en ella había".
Sir Walter se despidió de este mundo entre sonrisas y mostrando tal alegría que sorprendió desagradablemente al deán de Westminster, quien se la reprochó,
atribuyéndola a cierta actitud pagana.
Por lo visto, no sólo había que perder el pellejo, sino que, para satisfacción de los asistentes, había que dejárselo arrancar ofreciendo un espectáculo de decaimiento y culpable contricción.
Esto le hubiera resultado al deán más grato y edificante. Mariana Pineda, al fin mujer, o mejor dicho madre, rompió a llorar una vez, al mencionar a sus hijos.
(Al primogénito le escribe una carta, en la prisión, exhortándolo a la absoluta fidelidad en sus principios políticos y a que saliese de este país en cuanto alcanzara la mayoría de edad.) Lloran con ella, por ella, ante ella, junto a ella, el alcalde Mayor, a quien le dio una congoja, el viejo sacerdote que intenta confortarla, y ha de ser ella quien le conforte
a él, y el pueblo apretujado en el recorrido hacia el cadalso, por la Puerta de Elvira, entre el redoble de tambor que apaga los sollozos.
Brillat Savarin, en cuya atormentada época, en Francia, se ajusticiaba también con aterradora frecuencia, y también en nombre de la libertad, hace mención de aquellos condenados que pedían un auténtico banquete y lo saboreaban con fruición "aun a sabiendas de que no llegarían a digerir lo ingerido".
La vida ha sido también llamada "un banquete".Pedir uno suculento como final definitivo, no es ningún disparate.
Este aterrador binomio, banquete-muerte, ha tentado a muchos escritores, y uno de éstos había de ser Poe, recolectar de lo tenebroso, detector de cuanta sombra arroja el más allá sobre lo existente. Entre sus cuentos los ha y de banquetes envenena dos y de comidas de antropofagia.
También el ruso Puschkin escribió su tétrico Festín durante la peste, en la que se invita por sí misma, sin que nadie se lo haya pedido, la terrible epidemia, "nuestro huésped", que se va llevando, uno a uno, a los comensales.
Por todo aquel que deja su puesto vacío en la mesa, beben todos, "juntando alegremente nuestros vasos ... Bebamos en su honor, aunque en silencio". Mientras brindan, comen y cantan, se oyen las ruedas de los carros llenos de cadáveres. Comparan a la peste con el
implacable invierno -que es en Rusia endémico-, pues también él se lleva, cada año, entre sus tempestades y sus fríos, una buena cosecha de cadáveres. Y deciden encerrarse en casa, lo mismo que en invierno, "en contra de la peste, honrándola con luces y licores". Y terminan por desearla, para acabar de una vez: "Alcemos los cristales en tu honor, escanciemos nuestro vino, y mejor si en la copa te encontramos". Y prosigue el
festín, mientras pierden madre, esposa, amigos, uno a uno, entre brindis, caricias, bailes y canciones báquicas con las que esconden el pavor terrible que les invade, y esperan su turno.

Banquetes de amor y muerte
De Maria Carmen Soler
Tusquets, Col. Los 5 Sentidos.
Barcelona 1981
En torno a la mesa se han gestado gloriosos y fatídicos momentos de la historia. Documentados o fantaseados, la autora los refieja vívidos, como una puesta en escena, en el gran teatro del mundo.