Matron, describe así un festín ático durante el Imperio Macedónico:
"Musa, inspírame para que pueda describir acertadamente las renombradas y espléndidas comidas que el retórico Xenocles nos ofreció en la ciudad de Atenas, pues me encuentro rendido y harto a pesar de que me acompañaba siempre el más excelente apetito. Allí tuve ocasión de contemplar los panes más largos y bellos, blancos como la nieve y allí he comido las mejores pastas que despertaron el amor de Bóreas mientras se cocían en el horno.
Xenocles, entró en la sala, pasó la mirada por los lechos de los invitados y se dirigió hacia el que se hallaba junto al umbral de la puerta que le estaba reservado y en él se tendió. A su lado se instaló el parásito Cherephon, afamado glotón, que estaba en ayunas y sabía actuar como imbatible campeón en la mesa de otro.
Acabábamos de instalarnos cuando comenzaron a entrar servidores llevando platos y cubrieron con ellos todas las mesas. Cada invitado escogió aquello que más le apetecía. Yo ataqué indistintamente a todos los manjares que estaban a mi alcance: ajos, espárragos, ostras bien rellenas y dejé de lado las viejas salazones crudas que comen los fenicios. Eché a tierra los erizos de mar con sus penachos de púas que cayeron rodando por el suelo a los píes de los esclavos para detenerse en un lugar despejado donde las olas llegaban a batir la orilla.
Sirvieron después apetitosas pinné —especie de ostras— y bizcochos crujientes que se habían preparado con harina desleída en agua pasada por un tamiz y luego dejados secar Al comerlos se les añadían sal y otros deliciosos condimentos. Luego nos presentaron un escombro que había sido pescado en el golfo de Falero y que por sus cualidades debía ser amigo de Tritón. Escondía sus quijadas bajo una red fuerte y recia. Le acompañaban un lenguado cartilaginoso y un gran salmonete de mejillas bermejas.
Fui el primero en poner mi mano sobre es-te último habitante de las profundidades pretendiendo trincharlo, pues Phebin me lo había permitido, pero Estratocles, el aguerrido soldado, se me adelantó y tomando entre sus manos la cabeza del salmonete se la arrancó de cuajo. Mirándole con veneración le coloco sobre su plato mientras mis ojos le acompañaban en su último viaje.
No muy lejos aparecía otra fuente en la que lucía su bella cabellera como si fuera Thetis, la hija de Nereo, la diosa temible de sonora voz, una jibia, pescado que tiene la virtud de conocer el blanco y el negro. También se veía un ilustre congrio, verdadero paladín del estanque, que se mostraba tendido sobre varias bandejas y ocupaba una longitud de cuatro mesas. Como dándole escolta, se hallaba una gran anguila, diosa de blancos brazos, que podía jactarse de haber jugado en la misma cámara donde Poseidón dormía. Pertenecía a la raza de las anguilas salvajes, una de las cuales no pudo ser un carro a pesar de los esfuerzos de Anténor, robustos atletas.
Apenas había salido el cocinero de la sala cuando volvió a subir haciendo resonar sobre su hombro derecho los platos en los que traía nuevas viandas. Siguiendo sus pasos avanzaban ordenadamente varios esclavos, formados en fila y llevando hasta cuarenta bandejas de negra terracota con otros tantos guisos a cual más sabroso.
El mensajero Iris, el de los pies de viento, apareció en la forma de un rápido calamar, al que acompañaba una perca rodeada de suculentas bogas. Tras ella venía una cabeza de atún que se alzaba irritado como el soldado al que han quitado sus armas. En otro plato reposaba un pez ángel, manjar delicado, tal vez un poco duro, pero sobre todo muy nutritivo para la gente joven, cuando su carne ha sido curada al humo.
Con gran ceremonia fue introducido un mújol, cuidadosamente asado, al que daban cortejo doce sargos y blanca carne. Este súbdito de Poseidón debía conocer bien los profundos abismos del mar. Cerraban la majestuosa comitiva dos fuentes repletas de camarones que vestían sus rojas armaduras y permanecían silenciosos a pesar de que sus canciones son muy gratas a los oídos de Zeus —los camarones cuando son asados producen un fino crujido, al que se refiere el autor—. Tampoco faltaban la dorada que es el pez más bello de la mar, ni la langosta y el escribano, armado de fuertes tenazas. Cuando los convidados comían estos platos para regalo de su paladar, hizo su entrada gloriosa el conductor de todos los peces, el pez espada, armado con su impresionante lanza. Aunque estaba satisfecho le ataqué con mano vigorosa pues no quería quedarme sin gustarlo. Me pareció la misma ambrosía con la que se mantienen los dioses eternos.
Todavía nos sirvieron una murena, tan larga que cubría la mesa y que lucía alrededor del cuello una vistosa franja blanca, peces planos que como los lenguados semejan suelas de zapato, seguidos de peces voladores que por remedar a las thyadas o bacantes del mar, se elevan tanto sobre las aguas que van a morir entre las rocas de la orilla.
Aquella cocina parecía ser inagotable, pues todavía surgieron de sus fogones: otra dorada. un cazón, otro escombro, servido por el cocinero cuando todavía hervía y que pasó perfumando la sala con sus fragantes efluvios. Nos recomendó mucho que no dejáramos de probarlo, pero me defraudó pues lo consideré como un plato solo adecuado para que lo comieran las mujeres.
Revisando distraídamente lo que quedaba sobre las mesas, descubrí algo que nadie había tocado todavía: un magnifico mero. Le ataqué con entusiasmo pero al verme comer los restantes comensales reclamaron su parte y hube de cederles la pieza que consideraba mía. Al desviar la vista al otro lado percibí un jamón que parecía temblar de miedo. A su lado estaba el tarro de la mostaza, precisa-mente esa tan ardiente que hace decir adiós al vino dulce. No hice más que probar este jamón y no pude por menos de gemir de pena al pensar que ya no volvería a encontrarlo en mi camino. ¡Ay de mi, qué lejos se fue, acompañado de la manteca y de una torta de la más fina harina! Este pernil no pudo atenderme durante mucho tiempo pues fue despedazado y ahogado en una deliciosa salsa obscura.
Todavía surgió un esclavo que llevaba unos patos de Salamina muy bien cebados que habían sido capturados junto al estanque sagrado. Charefon los reconoció cuidadosamente para comprobar si pertenecían a la especie que estaba consagrada a los dioses pues quería saciarse sin cometer sacrilegio. Cuando creyó haber comprobado que no existía ese peligro comió como un león, procurando que le quedara algo para hacer una segunda comida cuando llegara a su casa.
Posteriormente llevaron un caldo de escanda que parecía preparado por la propia mano de Hefaistos. Estaba tan concentrado y era tan delicioso como si este Dios le hubiera hecho cocer en sus fraguas durante trece meses en un puchero ático.
Cuando los comensales nos hartamos de estos exquisitos manjares, lavamos nuestras manos en las olas del mar y un joven y bello esclavo nos las enjugó con un perfume hecho de flores primaverales. Al mismo tiempo por el lado derecho de la sala se presentó otro adolescente que daba a todo el mundo coronas de rosas. Al fin se vertió en los vasos de Dioniso el generoso vino de Lesbos y aunque las copas se habían llenado hasta los bordes fue consumido rápidamente.
Como digno remate a la fiesta se cubrieron las mesas de postres: peras, manzanas, rojas granadas, uvas de las llamadas aromaxys, que fueron las dulces nodrizas del propio Dioniso. Se cortaban maduras de las cepas y su dulzor no tenía igual, pero no las pude probar por-que estaba harto.
Me disponía a saltar del lecho cuando vi llegar un gran encyele —especie de roscón—de color dorado y bien cocido. ¡Cómo iba a privarme de este regalo de los dioses.! ¡No lo haría aunque tuviere diez manos, diez bocas, un vientre impermeable y un corazón de acero!
Para hacer más grata nuestra digestión entraron dos jóvenes juglaresas, diestras en dar dar asombrosas sorpresas...”
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