D. Franciso Grande Covián nació en Colunga en
1909. Bioquímico de renombre, marchó a Estados Unidos en 1953 donde fue director
del Jay Philipps Research Laboratory de Mineápolis (1958-1974). Destacó en el
campo de la nutrición, al que aportó numerosos e importantes trabajos sobre el
metabolismo de los lípidos. También desarrolló una importante labor pedagógica
en la divulgación de sus ideas sobre el valor de la dieta mediterránea y la
influencia de las grasas en el nivel de colesterol de la sangre. Su libro
Nutrición y salud (1988) superó los 100.000 ejemplares vendidos. De regreso a
España continuó su labor en la Universidad de Zaragoza, hasta su fallecimiento
el 28 de junio de 1995.
La
Fundación Grande Covián continúa hoy su labor divulgativa.
La alimentación en Roma es de evidente
importancia, no sólo para quienes nos interesamos por la historia de la alimentación
humana sino porque, también, constituye un tema de indudable dificultad. Los
datos a mi alcance son incompletos y con frecuencia contradictorios y no es
fácil interpretarlos en términos de nuestros actuales conocimientos. Se habla
repetidamente de los fabulosos banquetes de las clases dirigentes de la Roma
imperial, pero es más difícil saber lo que comían habitualmente las clases
populares, que constituían la mayor parte de su población.
Seis obras me han sido particularmente útiles
en la preparación de las palabras que voy a tener el honor de pronunciar:
K. Hintze, Geographie und Geschichte der
Ernährung, Thieme Verlag. Leipzig, 1934.
J. Carcopino, Daily Life in Ancient Rome, Yale
University Press, 1940.
A. Gottschalk, Historie de l´alimentation et de
la gastronomíe, Éditions Hippocrate, París, 1948 (dos volúmenes).
R. Tannahill, Food in History, Stein and Day,
Nueva York, 1973.
N. Luján, Historia de la gastronomía, Plaza y
Janés, Barcelona, 1988.
M. Ferrari, Guida illustrata all`agricultora
dei tempi antichi. Romani: grandi conquistatori e agricoltori di enorme
esperienza. Guida Illustrata Agricoltora Antica. Vita in Campagna, Roma, 1990.
A ellas deben dirigirse quienes deseen
información más extensa de la que aquí puedo presentar.
Los principales
componentes de la dieta romana
Si se prescinde de los alimentos procedentes
del Nuevo Mundo, como las patatas, el maíz, el cacao, los tomates, etc., los
alimentos consumidos en la Roma imperial eran fundamentalmente los mismos que
componen la dieta actual de los países del área mediterránea.
Puede ser útil hacer una rápida enumeración de
algunos de ellos.
Cereales. La cebada fue inicialmente el
principal cereal consumido en Roma. Pero su uso quedó limitado a las clases más
pobres al introducirse el trigo, que permitió la preparación del pan. Se dice
que los gladiadores romanos eran llamados hordearii, de hordeum, cebada, porque
era ésta, al parecer, el cereal que consumían habitualmente. El mijo y el
centeno eran también consumidos.
Leguminosas. Aparte de las habas (vicia faba),
las lentejas, los garbanzos y los guisantes eran componentes habituales de la
dieta romana. Tanto los cereales como las leguminosas eran consumidos en forma
de papillas (puls), de donde viene el nombre de pulses con el que se denominan
las semillas de leguminosas en inglés.
Hortalizas y verduras. La col era una de las
hortalizas preferidas por los romanos. Catón el Censor habla de ella como de
una verdadera panacea, capaz de evitar y curar toda clase de enfermedades:
“Evita la embriaguez y la indigestión –escribe-. Si queréis beber mucho en una
fiesta y conservar el apetito, comed col cruda antes de ir a la mesa. Cinco
hojas de col os permitirán beber y comer cuanto queráis”. Plinio describe un
número de variedades de lechuga entre las que destaca la “gaditana” blanca.
Los puerros y los espárragos, eran cultivados,
así como las ortigas, que parecen haber sido un alimento preferido por los
legionarios. Las malvas, también cultivadas, eran muy apreciadas, aunque Plauto
(254-184 a.C.) no parece haber sido muy entusiasta de ellas: “Los cocineros las
sirven en forma de prado en sus guisos, como si de alimentar bueyes se
tratase”, escribe en Pseudolus.
Los nabos y las remolachas eran alimentos comunes,
pero no las zanahorias. La cebolla era alimento popular del que se conocían
distintas variedades, y el ajo era abundantemente utilizado.
Según Gottschalk, los romanos eran aficionados
a las setas, los champiñones y las trufas.
Frutas. La manzana, de la que se conocían
veintitrés variedades, era probablemente la fruta más popular junto a las
peras, de las que Plinio describe treinta y ocho especies. Se comían crudas,
cocidas o conservadas en miel. Las ciruelas, cerezas, granadas, dátiles e
higos, eran de uso común. Los higos secos se consumían frecuentemente en lugar
de pan. Las uvas y las aceitunas eran un componente habitual de la dieta
romana, aunque en su mayor parte se destinaban a la producción de vino y
aceite.
No parece que los romanos consumiesen fresas,
frambuesas ni grosellas, y los cítricos no fueron introducidos en Roma hasta el
siglo IV. Almendras, avellanas y pistachos se empleaban en la dieta romana,
pero no tanto las nueces, a las que Plinio acusa de producir cefalalgia y
vómitos y de ser perjudiciales para quienes padecen tos. Las castañas eran muy
utilizadas.
Leche y derivados. Las leches de cabra, oveja y
vaca eran consumidas en Roma. Varrón (116-26 a.C.), en su Re rustica, considera
del mejor valor nutritivo a la de oveja, seguida de la de cabra, y sitúa la de
vaca en tercer lugar. Señala que la calidad de la leche depende de los pastos,
la raza del animal y la época del año. La leche de burra era utilizada en Roma
principalmente como medicina y como cosmético.
No parece que los romanos produjesen
mantequilla, pero sí una gran variedad de quesos, que constituían un importante
componente de su dieta. Plinio el Viejo (23-79), en su Historia Natural
(capítulo “Diversitate caseorum”) clasifica numerosos quesos a los que habría
que añadir los que, procedentes de otras partes del Imperio, llegaron
posteriormente a la ciudad.
El queso era un elemento principal de la
alimentación romana y un ingrediente indispensable para la preparación de
muchos de sus platos, como tendremos ocasión de ver. Era también una parte
fundamental de la dieta de los legionarios, porque aparte de su facilidad de
transporte y conservación, se pensaba que ejercía un efecto favorable sobre su
capacidad combatida. Columela (De agricultura) nos informa detalladamente de
las técnicas empleadas en la producción del queso, cuyas virtudes son
ensalzadas por los poetas latinos. He aquí como describe Virgilio su
preparación en las Geórgicas: “La leche que al nacer el día y en medio de él se
ordeña, y la que sale en las tinieblas y a la puesta del sol, en días claros se
lleva a la ciudad en cantarillas, o con algo de sal, trocada en queso, se
guarda para el tiempo de los fríos”.
La opinión de los médicos, no siempre fue
favorable. Galeno (130-200) creía que el queso, especialmente el muy curado,
era perjudicial para la salud.
Carnes, aves y caza. El ganado vacuno debió ser
un principal productor de carne con destino al consumo humano, y poseemos
descripciones de las distintas razas utilizadas. Gottschalk hace notar que
mientras los romanos engordaban a las aves, no lo hacían así con los bóvidos y
los óvidos. Preferían las carnes de ternera y las de corderos y cabritos
jóvenes. Juvenal (60-130) se contentaba con un cabrito, “el más tierno del
rebaño, con más leche que sangre en él”.
El cerdo era, de todos los animales domésticos,
el que más contribuía al suministro de carne, “por su variedad de sabores”, y
como en vida no había prestado ningún servicio útil, pagaba después de muerto
los cuidados que su crianza exigía. Galeno pensaba que la carne de cerdo, “por
su parecido con la carne humana”, era la más digestiva y la más nutritiva. Las
partes del cerdo más apreciadas eran el jamón, los testículos, los riñones y
las manos y, sobre todo, las vulvas y las glándulas mamarias de las hembras.
Los fetos de conejo eran también muy apreciados.
Se producían numerosos embutidos, algunos de
los cuales se encuentran todavía presentes en la Italia de nuestros días.
Entre las aves domésticas, las gallinas y
palomas eran engordadas con papillas de harina a las que se adicionaba miel y
vino. Del pato se utilizaban, sobre todo, la pechuga y los sesos. Los gansos
eran bien cebados antes de asarlos, y se utilizaban para la producción de un
equivalente del foie-gras alimentándolos con una papilla de higos secos. Se
cree que el nombre del hígado en francés (foie) procede del adjetivo ficatus
que aparece en el nombre latino, jecur ficatus, de este producto.
El pavo real, que no debe confundirse con el
pavo procedente del Nuevo Mundo, se puso de moda en Roma, aunque Horacio afirma
que la carne de pollo es mil veces superior.
Una gran variedad de animales de caza, tanto
mamíferos como aves, eran consumidos frecuentemente después de haber sido
mantenidos en cautividad a fin de engordarlos antes de consumirlos.
Pescado, crustáceos y moluscos. El pescado,
fresco o en conserva era un componente importante de la dieta romana, y se
conocen listas que incluyen las numerosas especies más generalmente utilizadas
como alimento. Los romanos habían establecido un extenso sistema de estanques,
o viveros, en los que podían conservar pescado, tanto las especies de agua
dulce como las de agua salada. Pero los gastrónomos preferían el pescado
fresco.
Uno de los pescados más apreciados, el
salmonete, no soportaba la cautividad. Era traído vivo a la mesa, donde se lo
cocía en un recipiente de vidrio que permitía observar los cambios de color que
se producían durante la cocción.
Entre los crustáceos, la langosta parece haber
sido muy apreciada, a juzgar por las numerosas recetas para su preparación. Se
recomendaba cocerla viva para evitar que su carne se ablandase. Otros
crustáceos son también mencionados, aunque he encontrado menos referencias del
uso de cangrejos y centollos.
En cuanto a los moluscos, se describen dos
clases de almejas de distinto tamaño. Las ostras eran muy apreciadas y Plinio
nos informa de la procedencia y propiedades de las distintas clases de ostras
consumidas en Roma. Los percebes y los erizos de mar son mencionados como parte
de los entremeses de las grandes comidas. En cuanto a los últimos, los
precedentes de Sicilia, eran preferidos a los del mar Egeo y el Adriático. Los
calamares y el pulpo eran de consumo frecuente.
Especias y condimentos:
Estos componentes de la dieta romana merecen
mención especial, porque una de las características de la misma consiste,
justamente en el abundante empleo de toda clase de especias y condimentos.
Los romanos, o al menos los romanos ricos, como
señala Tannahill, parecen haber tenido muy poco interés por el gusto y el aroma
original de los alimentos que llegaban a su mesa. La carne, el pescado y los
alimentos de origen vegetal eran consumidos por lo general con salsas en cuya
composición intervenían una docena o más de especias, caracterizadas por su
acusado sabor.
Es difícil saber la razón de esta preferencia.
Es muy posible que se deba, en buena medida, a que el estado de los alimentos
que consumían los hacía poco apetitosos, lo que obligaba a enmascararlos con
sustancias capaces de hacerlos más atractivos. Pienso, personalmente, que ésta
ha debido de ser una razón importante. En Sumeria, en Egipto y en Grecia, los
principales centros de población eran pequeños comparados con la Roma imperial.
El campo quedaba cada vez más lejos, las vías de comunicación eran escasas, el transporte, lento y los
alimentos tenían que ser depositados en almacenes carentes de las condiciones
necesarias para su conservación. No es difícil pensar que los cocineros romanos
debían estar preocupados por ocultar las características indeseables de los
alimentos y por hacer atractiva una dieta que, de otro modo, sería monótona y
poco apetitosa.
Existen evidentemente toda clase de
especulaciones. Una de ellas, propuesta por el antropólogo estadounidense S.C.
Gilfillan, supone que la aristocracia romana padecía de pérdida del apetito y
percibía un sabor metálico en los alimentos, debido a la contaminación de éstos
así como a las bebidas que eran consumidas con plomo. No tengo autoridad para
poder pronunciarme sobre esta cuestión. El hecho indudable es que la cocina
romana utilizaba especias y condimentos en una proporción que hoy nos parece
asombrosa, y que debe de haber una explicación para ello.
El comercio de especias es de notable
antigüedad, representando éstas, en el siglo I prácticamente la mitad de los
productos que llegaban al Mediterráneo, desde Asia y la costa este de África.
No hará falta recordar que el comercio de las especias fue uno de los motivos
del viaje de Colón, hace ahora quinientos años.
La pimienta (Piper nigrum) fue una de las
especias más importantes en el mundo clásico, como lo es en el mundo actual.
Puede juzgarse de la importancia de la pimienta si se tiene en cuenta que
cuando los bárbaros llegaron a las puertas de Roma, a comienzos del siglo V,
pidieron entre otros tributos la entrega de tres mil libras de pimienta. No
todas las especias utilizadas por los romanos son empleadas en la actualidad,
por lo que no creo que deba ocuparme de ellas ahora. Serán mencionadas cuando
consideremos algunos ejemplos de la gastronomía romana.
Un condimento fundamental de la cocina romana
era el liquamen o garum, que aparece, prácticamente sin excepción, en todas las
recetas. Hasta tal punto, según señala Tannahill, que su ausencia sería más
notada que su presencia, como ocurre con la sal en nuestra cocina. Existen
numerosas recetas para su preparación. La receta clásica mencionada por
Tannahill procede de Bitinia, en la costa del mar Negro. Su materia prima está
constituida por el pescado que en castellano denominamos sardineta (Cuplea
sprattus), y puede resumirse así: “Tómense sardinetas grandes o pequeñas, y en
su defecto anchoas o caballa. Mézclense y colóquense en un recipiente. Tómese
1,1 litros de sal por cada 9 litros de pescado y mézclese bien para que el
pescado quede bien impregnado de sal. Pasada una noche, colóquese la mezcla en
un recipiente de barro y expóngase al sol durante 2 o 3 meses, agitando
periódicamente con un palo. Tápese y almacénese”.
El resultado es un líquido amarillo-dorado que
puede conservarse en una botella y que, añadido al alimento, le comunica un
sabor salado, que recuerda el del pescado y el del queso.
Hay, por supuesto, numerosas variaciones de
esta receta que incluyen la adición de otros ingredientes, como vino, distintos
tipos de pescado, crustáceos y moluscos, cambios en la duración del periodo de
fermentación, etcétera.
Aunque el liquamen es considerado de excelente
valor nutritivo, debo recordar que su componente principal deben ser los
aminoácidos procedentes de la degradación de las proteínas del pescado durante
el proceso de fermentación. Puede ser útil desde el punto de vista nutritivo,
como suplemento de las dietas compuestas principalmente por cereales o
leguminosas. El preparado que gozaba de mejor reputación en Roma era el
procedente de Cartagena, obtenido principalmente de intestino y las vísceras de
la caballa (Scombrus scombrus)
El liquamen puede ser comparado a las salsas
obtenidas de pescado fermentado comunes en los países del sur de Asia, como en
nam pla de Tailandia, el nuoc de Vietnam y el tuk trey de Camboya.
El suministro y la distribución de alimentos en
la Roma imperial.
La archiconocida expresión de Juvenal panem et
circenses (Duas tantum res anxius optat, panem et circenses), expresa la protesta
republicana bajo el Imperio, pero expresa también una verdad histórica puesta
de relieve cuarenta años más tarde por el historiador Marcus Cornelius Fronto,
con irrefutable evidencia: “ Populum romanum duabus praecipue rebus, Ancona et
spectaculus teneri”.
Esta comparación entre las opiniones de Juvenal
y de Fronto, con la de Carcopino comienza en el capítulo VIII de su clásica
obra sobre la vida diaria en Roma, es
muy apropiadamente citada por Tannahill en su obra Food in History (1973), y
planea una cuestión fundamental para el conocimiento de la alimentación romana,
de la que debo ocuparme ahora: ¿cómo obtenían los romanos los alimentos que
necesitaban? Los cálculos de Cascopino
indican que para alimentar a toda la población de la Roma imperial eran
necesarios unos 14 millones de bushels de grano por año, que corresponde
aproximadamente según mi cálculo a unos 500.000 metros cúbicos de grano. Este
grano procedía en una tercera parte de Egipto y la mayor parte del resto del
norte de África. Se dice (Tannahill) que cuando Roma derrotó a Cartago en el
siglo II a.C. tuvo buen cuidado de respetar sus valiosos campos de trigo. En el
siglo I a.C. Roma disponía prácticamente
de todo el terreno cultivable del norte de Sáhara. La ciudad de Roma
tenía preferencia en el reparto del trigo procedente de Egipto, norte de África
y Sicilia, cuyo transporte estaba regulado por normas muy estrictas. El trigo
llegaba directamente al puerto de Ostia, donde, después de ser einspeccionado,
era cargado en barcazas que lo llevaban a Roma para su distribución a los
molineros. El pueblo romano estaba tan interesado como las autoridades en
conocer la llegada de los barcos. Tácito describe el pánico producido en la
ciudad el año 70 por el retraso de los barcos.
Puede calcularse que la cantidad de grano antes
mencionada corresponde a unos 800 kilos de trigo por metro cúbico, es decir
unos 400 millones de kilos por año. Si aceptamos que la población de Roma en la
época de Trajano era de 1.200.000 almas, como calcula Carcopino, tendremos que
esta cantidad corresponde a unos 333 kilos de trigo por habitante por año, o
900 gramos por día. Esta cantidad, transformada en harina de 100 por 100 de
extracción, suministraría alrededor de 3.000 kilocalorías por habitante, lo que
parece un poco exagerado.
Desde el siglo VI a.C. Roma había padecido
escasez de alimentos y períodos de hambre bien documentados. En 123 a.C., el
costo de la vida se elevó de tal manera que Cayo Graco permitió a todos los
ciudadanos la adquisición de grano de los graneros públicos a precios
inferiores a los del mercado. Así aparece la annona, un sistema de distribución
de alimentos a las clases más necesitadas de la población, mencionado en la
frase del historiador Fronto antes citada. Con el paso de los años, la Ancona
se transformó en un subsidio generalizado, con graves consecuencias para la
estructura social y económica del Estado romano.
En 71 a.C., la distribución gratuita de grano
alcanzaba a unos 40.000 varones adultos, número que fue creciendo hasta que
Julio César decidió limitarlo a 150.000. Pero volvió a aumentar en la época de
Augusto hasta 320.000, aproximadamente un tercio de la población romana de
aquel momento. Alejandro Severo (222-235) decretó la distribución gratuita de
pan en vez de grano, y Aureliano (270-275) elevó la ración de pan a 1,5 libras
(680 gramos aproximadamente) por día. Con todas las limitaciones, podemos
suponer que esta ración de pan tiene un valor energético de unas 1.500
kilocalorías por día. Aureliano propuso también la entrega de una cierta
cantidad de grasa de cerdo y más tarde, la distribución gratuita de vino,
utilizando el que el Gobierno recogía como pago de impuestos. Tanahill menciona
la reacción de un funcionario, quien al parecer exclamó: “Antes de darnos
cuenta les daremos también pollos y
gansos”. En los últimos años del Imperio, la distribución gratuita de
alimentos cesó, aunque continuó la venta de los mismos a precios
subvencionados.
La cuestión que ahora nos interesa, después de
exponer la evolución de la Ancona, es la de saber la proporción de los
habitantes de Roma que recibían el subsidio alimenticio. Los cálculos de Carcopino indican que unas
130.000 familias, representadas por los cabezas de las mismas, eran alimentadas
gratuitamente. Teniendo en cuenta el número de integrantes de las familias,
estimado entre 3 y 5, calcula Carcopio que las personas alimentadas
gratuitamente debió haberse situado entre 400.000 y 700.000. Pero además hay
que tener en cuenta a los esclavos, cuyo número se estimó, en 1 por cada 3 habitantes.
Suponiendo que en la época de Trajano (98-117) la población de Roma era del
orden de 1.200.000 personas, podemos suponer unos 400.000 esclavos. Carcopino
estima, en consecuencia, que debían existir en Roma en dicha época menos de
150.000 familias capaces de subsistir sin ayuda de la Ancona. Pero el
historiador francés, señala, esta fracción no es tan aterradora como lo es la
desigualdad dentro del grupo que no recibía ayuda alimenticia. La mayoría de lo
que hoy llamaríamos, “clase media” tenía que vegetar a media ración, frente a
unos cuantos miles que podríamos llamas “multimillonarios”.
La dieta de la plebe romana.
La dieta de la plebe romana se componía
fundamentalmente de papillas de cereales o leguminosas o pan de alto contenido
en salvado. La técnica culinaria era primitiva por falta de equipo adecuado,
por limitaciones en el suministro de combustible, y también por el hacinamiento
de las viviendas populares en las que se alojaba la mayor parte de la población
romana. En consecuencia, los miembros de
las clases menos favorecidas evitaban cocinar siempre que podían.
Ocasionalmente podían comprar un poco de cerdo asado, o pescado salado, en los
numerosos establecimientos que exhibían sus productos en las calles. Pero lo
más probable es que consumiesen el pan o las papillas acompañados de habas
crudas, higos
Y queso. Quizá esto explique el éxito de las
salsas y condimentos, cuyo empleo debió comenzar en las familias más modestas,
cuya alimentación consistía principalmente en pan y papillas. Una pequeña
cantidad de semejantes condimentos, unida al hambre, puede hacer apetitosa una
gran cantidad de alimentos feculentos. Tannahill nos recuerda a este respecto
que las salsas de sabor más intenso, como la salsa de soja China, los curries
de India y las mezclas de pimientos de
Perú, son empleadas para sazonar comidas con elevada proporción de alimentos
hidrocarbonatos.
Aparte de los datos de Carcopino citados, es
imposible calcular en términos actuales las dietas consumidas por las clases
menos favorecidas de la población romana. Poseemos en cambio algunos datos
acerca de la alimentación de los legionarios. Según Gottschalk (vol. 1, pág.
242), Adriano (117-138) fijaba la ración diaria del legionario en 852 gramos de
trigo, 117 gramos de carne de cordero, 27 gramos de queso, 21 gramos de sal y
medio litro de vino. Podemos calcular que esta dieta suministraba probablemente
no menos de unas 3.500 kilocalorías por día, lo que parece suficiente para una
persona físicamente activa, como es de suponer que lo era un legionario. Pero
es sorprendente que una publicación reciente atribuya esta dieta al jentaculum,
es decir la comida de la mañana, que, con la comida del mediodía (frandium)
eran consideradas comidas menos importantes que la cena. Parece inconcebible que
un legionario, por valeroso que fuera, pudiese consumir tres veces al día la
ración mencionada. Lo que sí se dice es que el legionario debía transportar en
campaña ración suficiente para dieciséis días.
Un reciente estudio (1991) describe la dieta de
los campesinos, que se componía principalmente de trigo, un poco de pan e higos
en abundancia, acompañados de salsa de pescado (liquamen), vinagre, medio litro
de aceite al mes y 7 kilos de sal por año. Cantidad esta última que viene a
corresponder a cerca de 20 gramos por día.
La dieta de los esclavos, según Mommsen (citado
por Hintze), en la época de Catón, consistía en 900 gramos diarios de cebada o
de mijo, que debían amasar por sí mismos. Esta ración corresponde a unas 3.000
kilocalorías por día. Recibían además sal, aceitunas, pescado salado, aceite y
vino, en cantidades no especificadas.
Gottschalk señala asimismo que la ración podía
variar de acuerdo con el trabajo que el esclavo tenía que realizar. Lo que
parece indicar que los romanos debían tener idea de la relación entre las
necesidades calóricas y la actividad física, hecho que, como es sabido, no
sería establecido experimentalmente hasta finales del siglo XVIII por la obra
de Lavoisier.
La dieta de las clases privilegiadas
En contraste con la austeridad de la dieta de
la plebe romana, que he intentado describir, la dieta de los privilegiados se
distinguía por su abundancia, la enorme variedad de sus componentes y el alarde
de su presentación, concebida evidentemente para sorprender a los invitados con
su inagotable fantasía.
Es difícil no sentir curiosidad por conocer el
sabor de una salsa para la carne entre cuyos componentes se encontraban
ingredientes tan variados como pimienta, ligústico (Levisticum officinale),
perejil, semillas de apio, eneldo, raíz de asafétida, raíz de avellano, junco,
piretro (Asocyclus pyrethrum), liquamen y aceite.
Más difícil es tratar de averiguar cuál podía
ser el valor nutritivo de la misma, de la que según Tannahill se servían 5 a 6
cucharadas por comensal.
La ostentación se manifestaba dando a los
alimentos las formas más sorprendentes: una liebre con alas como un Pegaso, un
cerdo con su vientre lleno de tordos vivos, que salían volando al trinchar
aquél en la mesa, trozos de carne de cerdo cortados en forma de pez, etc. Todo
el mundo conoce el banquete de Trimalción, descrito por Petronio en el
Satiricón, que ha llegado hasta nosotros a través del cine. No es mi intención
ocuparme aquí de los banquetes romanos, ni del comportamiento de los
comensales.
Otra forma de ostentación consistía en la
introducción en las comidas de alimentos procedentes de los más remotos
territorios del Imperio, o sometidos a toda clase de transformaciones antes de
ser consumidos. Tal es el caso de los caracoles, a los que se alimentaba con
leche, engordándoselos de tal manera que eran incapaces de entrar en sus
conchas. El entusiasmo de los patricios romanos por incluir en sus comidas
alimentos exóticos ha dado lugar a un interesante comentario de Tannahill, que
creo merece la pena ser recordado. Piensa Tannahill que los patricios romanos
fueron afortunados al no conocer los alimentos que llegarían a Europa
procedentes del Nuevo Mundo, porque se hubieran visto obligados a gastar sumas
incalculables para adquirir patatas, tomates, maíz, cacao, pavos, etc., en el
caso de haberlos conocido.
Es imposible calcular el valor nutritivo de los
platos servidos en estas cenas. A la falta de datos respecto a la composición
de muchos de los ingredientes utilizados, se añade la imposibilidad de evaluar
el tamaño de las raciones consumidas, porque las recetas que conocemos no
suelen contener los datos cuantitativos necesarios. De su complejidad y
fantasía puede juzgarse considerando como ejemplo algunas recetas de Apicio,
tomadas de la traducción de Bertrand Guëgan (1934) que reproduzco a
continuación:
Plato de queso (preferido al parecer por
Cicerón). Cocer en aceite pescado salado. Quitar las espinas. Mezclar la carne
del pescado con sesos cocidos, hígados de aves, huevos duros y queso no
escaldado. Cocer a fuego lento después de haberlo regado todo con una salsa de
pimienta, ligústico, orégano, ruda, vino, vino con miel y aceite. Ligar con
yemas crudas de huevo. Guarnecer con cominos.
Plato de lenguado. Poner a cocer lenguados bien
limpios, regados con aceite, liquamen y vino. Machacar juntos pimienta,
ligústico y orégano, humedeciendo con el líquido de cocer el pescado. Ligar con
yemas crudas de huevo. Verter esta salsa sobre los lenguados. Dejar espesar a
fuego suave. Espolvorear con pimienta y servir.
Vulvas de cerda rellenas. Preparar el relleno.
Picar carne de cerdo con pimienta machacada, cominos, la parte blanca de
dos puerros, ruda y liquamen. Añadir a
la mezcla pimienta en grano y piñones. Rellenar las vulvas bien limpias. Cocer
en agua, enriquecida con aceite, liquamen, eneldo y un pequeño manojo de
puerros.
Olvidando el valor nutritivo de estos platos,
debo confesar mi admiración por la habilidad de los cocineros romanos,
señalando que el oficio de cocinero (magirus) era uno de los mejor pagados de
la Roma imperial.
Se les exigía en cambio que fuesen castos,
porque según se atribuye a Columela: “Importa sobre todo que alimentos y
bebidas no sean tocados más que por manos impúberes, o al menos por las de
personas que se abstienen del acto sexual.
Si un hombre y una mujer casados se ocupan de las provisiones, no deben
poner sus manos en ellas sin haberse lavado en un río o en agua corriente”. Sin
embargo, según comenta Gottschalk, los patricios romanos se preocupaban menos
de la virginidad y la castidad de sus cocineros que de su talento profesional.
Cuando un plato había tenido un éxito singular, el cocinero era llamado para
felicitarle, se le ofrecía una copa de vino y una gratificación. Por el
contrario, si el plato no había tenido éxito, el cocinero podía ser aherrojado
o azotado públicamente.
Los cocineros llegaron a desempeñar un papel
importante en la sociedad romana, amasando algunos de ellos grandes fortunas,
como en el caso del padre del poeta Marcial. El emperador Alejandro Severo
(222-235) se preocupaba de suministrar un buen cocinero a quienes nombraba de
gobernadores de las provincias. Tito Livio señala que la cocina se había
transformado en un arte que tenía sus maestros y escuelas para la educación de
los profesionales de la misma.
Los moralistas, en cambio, censuraban el fausto
de los banquetes de los poderosos. Séneca, quien a pesar de sus riquezas
llevaba una vida muy frugal, censuraba a sus contemporáneos por no buscar más
que lo que era escaso y de gran precio. Lo superfluo se hace necesario cuando
se tiene dinero a mano, decía. Para Séneca, las necesidades fundamentales se
reducen a no tener hambre, ni sed, ni frío (“Non esurire, non sitire, non
algere”)
Horacio (65-8 a.C) y Juvenal 60-130?) también
se pronuncian por la moderación en la mesa, aunque en el caso de este último, a
juzgar por los datos que conozco, su concepto de la moderación parece haber
sido un tanto elástico.
La dietética en Roma
Los médicos romanos nos han dejado pruebas de
su preocupación por el estudio de las relaciones entre la alimentación y la
salud del hombre, reflejada en toda suerte de advertencias, consejos y
clasificaciones de los alimentos de acuerdo con su valor nutritivo y sus
efectos sobre la salud.
Huelga decir que muchas de estas opiniones no
tienen mucho que ver con nuestros actuales conocimientos. Pero puede ser útil
recordar algunos ejemplos de la dietética romana, representada por Galeno, para
tratar de completar este aspecto de la alimentación romana aunque sea en forma
muy sucinta.
Claudio Galeno, nacido en Pérgamo en 130, trae
a Roma la tradición hipocrática, cuyas ideas van a dominar el pensamiento
médico durante toda la Edad Media. Para Hipócrates (460?-357 a.C.) el papel de
los alimentos consiste en mantener el equilibrio apropiado entre los cuatro
componentes del organismo: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis
negra. La preponderancia de uno de estos componentes va a dar lugar al
correspondiente temperamento (sanguíneo, flemático, colérico y melancólico). La
supuesta capacidad de ciertos alimentos para modificar la proporción de uno u
otro de estos cuatro componentes es la base de la dietética hipocrática y
galénica. Si se tiene esto en cuenta, y se recuerda el que llamamos principio
de la consustancialidad, no es difícil
comprender la razón de las recomendaciones dietéticas de Galeno.
Como ya se ha dicho, Galeno consideraba a la
carne de cerdo como la más adecuada para el consumo humano, debido a su
parecido con la nuestra, del mismo modo que los griegos recomendaban la carne
de toro para los atletas, cuya actividad deportiva consistía en correr, y la de
cabrito para aquellos cuya actividad consistía en saltar.
Galeno considera la carne de bovino de fácil
digestión, pero hace notar que la de buey no conviene a las personas
atrabiliarias, y que la de ternera no es conveniente para los convalecientes.
La carne de cabra era considerada malsana,
pensando Galeno que contenía “humores” perjudiciales. La del macho cabrío era
aún peor, y la del cabrito, mejor si no había sido destetado.
Las opiniones de Galeno sobre el pan son de
interés. Sabía que el pan con elevado contenido de salvado producía heces
fecales más voluminosas, y creía que la forma de cocer el pan afectaba sus
propiedades nutritivas. “El pan cocido sobre las brasas es pesado y difícil de
digerir, porque su cocción no es uniforme. El pan cocido en un horno pequeño, o
en una estufa produce dispepsia y es difícil de digerir. Pero el pan cocido
sobre un brasero o en una sartén es más fácil de excretar debido a la mezcla
con aceite, aunque el vapor producido durante el secado lo hace poco sano. El
pan cocido en grandes hornos es el de mejor calidad porque tiene buen sabor, es
bueno para el estómago, y fácil de digerir y de asimilar.”
La fruta no es considera buen alimento por
Galeno. Cree que su consumo produce fiebre, y que su padre, que vivió cien
años, debió su longevidad a haberse abstenido del consumo de fruta.
El tratamiento dietético debía preceder al
medicamentoso. El primer día se prescribía dieta absoluta: los días 2 al 4, un
tercio de la dieta habitual, pan bien fermentado, hortalizas, pescado y aves,
algo de ejercicio y fricciones aromáticas; los días 5 al 7; dos tercios de la
alimentación habitual, pan leguminosas, pescado pollo y pichón, y fricciones
más intensas y más ejercicio; los días 8 al 10, alimentación abundante, carne
de caza, ejercicios violentos y fricciones más y más enérgicas. Si al día 11 el
paciente no se encontraba en condiciones de recibir el tratamiento, se repetía
el ciclo un determinado número de veces.
No sé si las ideas galénicas tuvieron o no,
mucha influencia sobre el comportamiento alimenticio de la sociedad romana. En
todo caso, deben servir para recordar que la preocupación por las relaciones
entre la nutrición y la salud no es un fenómeno nuevo en la historia. La
preocupación actual por esta cuestión, justificada en el enorme aumento de los
conocimientos de nutrición, ha debido estar presente en la mente de nuestros
antepasados desde los tiempos más remotos. Lo sorprendente es que muchas de las
ideas primitivas, más o menos disfrazadas, persisten todavía, en flagrante
contradicción con los conocimientos científicos que actualmente poseemos.
Los hábitos de alimentación de nuestra especie a
lo largo de la historia han estado determinados primariamente por la
disponibilidad de alimentos. La preocupación de la plebe romana por su
alimentación debió estar determinada por la eficacia cuantitativa de la Ancona
más que por las virtudes nutritivas, reales o imaginarias, de los alimentos por
ella distribuidos. La preferencia de las clases privilegiadas de Roma por los
alimentos más exóticos, o de mayor precio, que criticaba Séneca, es un hecho
que se repite en la actualidad en los países desarrollados.
(Esta conferencia la tengo en mis archivos, pero no tengo la reseña de cuando y donde fue pronunciada por el Profesor D. Francisco Sanchez Covián)
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