Conferencia de Pepe Iglesias que fue recogida en el Vol. 105. Núm. 01.
01 Enero 2008 - 01 Marzo 2008 de la Gaceta Medica de Bilbao.
Creo que es un articulo interesante y hace pensar en la evolución del arte coquinario, sus pros y sus contras.
Como las moralejas no me gustan, prefiero que cada cual saque sus conclusiones.
Antes
de empezar, quiero explicar el motivo del título de esta charla.
Hace
muchos años, cuando estudiábamos bachillerato, recuerdo que un profesor nos
explicó lo que era una aberración matemática, y me fascinó ver como, mediante
un proceso de desarrollo evolutivo impecable, una ecuación básica podía llegar
a dar un resultado tan absurdo tal como que 5 = 6.
Aquella
explicación científica de lo que era una entelequia, se me quedó tan grabada
que en muchas ocasiones he asociado trastornos de nuestra sociedad a aquel
proceso que, partiendo de una realidad y siguiendo una evolución lógica y
positiva, terminaba por caer en un absurdo (por ejemplo, el abuso de las
subvenciones por paro laboral en la década de los 90, llegó a dejar de ser un
bien social para convertirse en una
carga insostenible para los propios trabajadores).
En
la Nueva Cocina partimos de una realidad, no solo indiscutible, sino
fantástica, fabulosa, una verdadera revolución social, pero que, según ha ido
evolucionando y
hasta podemos afirmar que siempre en positivo, sin saber el como ni el porqué,
poco a poco ha ido cayendo en el fracaso, en la aberración, y de hecho hasta
podemos considerarlo ya como una entelequia culinaria, como algo falso que
tiende a autodestruirse por su propia incongruencia.
Se
ha olvidado que un cliente va a un restaurante para comer, y no para contemplar
un absurdo desfile de vajillas, con montajes más o menos estéticos, pero de
dudosa comestibilidad.
Falsos
entendidos, algunos por dárselas se snobs, otros incluso por mala fe o por
intereses espurios, adulan a jóvenes cocineros llamándoles artistas, y estos,
inconscientes de sus responsabilidades empresariales, escuchan felices esos
cantos de sirena hasta dar con sus naves en las rocas y perder hasta la camisa
en una esperpéntica aventura que ya a costado la vida al más de uno.
Como
resultado de estas frivolidades, puedo decirles que con las siete estrellas con
que la guía Michelín laureó a sendos restaurantes en Asturias en el último
lustro, dos han cerrado y en otros tres, sus cocineros propietarios están haciendo
trabajos extra fuera de sus respectivas casas para poder sobrevivir. Pero es
que otros cinco de los que sonaban por los mentideros como estrellas casi
confirmadas, han caído como los
ninots en las Fallas, eso sí, arrastrando tras de sí, la ruina de muchas
familias, incluso de algún proveedor confiado que apostó por seguir ese
equivocado rumbo que cantaban las perversas sirenas desde los acantilados.
Muchos
jóvenes me piden consejo sobre qué camino seguir y esta conferencia me va a
servir para contestarles puntualmente, así que vamos a empezar a contar el
cuento desde el principio, a desarrollar la ecuación hasta dar con ese punto de
inflexión en que la realidad se tuerce y deriva hacia la esquizofrenia.
La
evolución, Arzak y los once magníficos.
A
principio de los años 80, cuando un servidor de ustedes aún se dedicaba a la
hostelería, España se vio sacudida por una ola que, procedente de Francia,
auguraba un cambio drástico en la hostelería: los restaurantes más caros ya no
eran las marisquerías que servían angulas, ni los encorsetados comedores de
rancio abolengo con cortinones de color rojo sangre venosa (podría decir
Burdeos, pero en honor al auditorio, pues altero la descripción), sino un
grupito de jóvenes cocineros que tenían la desfachatez de salir al comedor
vestidos de tales, para decirle al ministro de turno, lo que le iban a servir
…, y sin rechistar.
En
un sector donde la veteranía era un grado y hablar de endivias y aguacate era
un exotismo, sacar una retahíla de platos a cual más preciosista, sin grasa,
con carnes, pescados y verduras apenas pasados por la plancha o incluso crudos,
y con ingredientes como el Aceto Balsámico de Módena, parecía más cosa de
alquimia o brujería, que de cocina como Dios manda.
Todo
el mundo se quejaba de las pequeñas raciones y los grandes platos, pero al
final, todo aquel que quisiera hablar de gastronomía, tenía que haber pasado
por Arzak, Akelarre, Arguiñano y compañía.
Fue
apasionante.
En
una Tournée de tres días por Guipúzcoa, podías probar un centenar de platos, a
cual más sorprendente y casi todos deliciosos.
Fue
durante la I Mesa Redonda sobre Gastronomía que tuvo lugar en Madrid en el año
1976, cuando dos jóvenes cocineros donostiarras, Juan Mari Arzak y Pedro
Subijana, fascinados por el discurso de Paul Bocuse, decidieron hacer un stage
en Lyon y ver en
qué
consistía aquel movimiento llamado Nouvelle Cuisine que había puesto patas
arriba los cimientos de París, la Mayor Cocina del Mundo.
Comprendieron
que ese era el camino, aligerar salsas, presentar los platos con armonía,
cuidar al máximo los aromas y sabores de la materia prima y, ya puestos manos a
la obra y como eran vascos vasquísimos, pues recuperar aquellas antiguas
tradiciones como la Zurrucutuna o la Purrusalda, que, que por ser domésticas, parecía
no debían servirse en comedores de postín.
En
poco tiempo reunieron a otros nueve compañeros (hay quién dice que eran
catorce, pero Juan Mari afirma que eran once y siendo él quién organizó el
contubernio,
pues amén) y en un pispás, el Alto de Miracruz, Igueldo, Fuenterrabía o Zarauz,
se convirtieron en Mecas que todo hostelero, cocinero, crítico o simple
aficionado, tenía que visitar si quería poder abrir la boca en cualquier foro
gastronómico.
Si
hoy viésemos aquella cocina nos daría la risa, de hecho, revisando libros de
aquellos tiempos, al ver las fotos me pregunto: “Si a esto le llamaban Nueva
Cocina
¿Cómo sería la antigua?”. Pero aún recuerdo el pastel de puerros que José Juan
Castillo hacía en su restaurante de Beasaín, antes de coger el Nicolasa de San
Sebastián, una golosina que intenté copiar mil veces y nunca volví a probar.
Poco
a poco la revolución fue ganando seguidores y, más o menos adaptadas a los
gustos de la zona, la Nueva Cocina fue abriéndose paso por toda la península, incluso
en las islas, como el Tristán de Mallorca o Casa Pancho en Tenerife.
En
Cataluña, Neischel había triunfado en El Bulli y hasta se había independizado.
En
Madrid, El Amparo se metió entre los cinco mejores en apenas un año (hubo un
periodo de muestreo en el desaparecido Bogui que ya había puesto la capital patas
arriba a pesar de su carácter anárquico).
En
Asturias Luís Gil Lus se gastó su fortuna y la de sus descendientes en el
comedor más fascinante del Principado, Casa Fermín y así, región a región, la
Nueva
Cocina iba arrasando con los que durante años había sido los popes de la
hostelería.
He
de reconocer que hasta yo mismo estuve en un tris de darle una vuelta completa
a mi Horno de Santa Teresa y cambiar mi Fabada por alguna de esas frivolidades que
tanto fascinaban a la prensa especializada.
Nueva
Cocina y Nueva Hostelería, la gran revolución.
Hasta
aquí hemos hablado de Nueva Cocina, pero donde realmente estuvo la revolución
fue en las nuevas formas de vida, en los nuevos conceptos sociales que
este movimiento aporto a al sector en todos sus aspectos.
Hasta
los años 80, el que se dedicaba a la hostelería lo hacía porque no servía para
otra cosa: porque la fortuna no le había sonreído, porque la sociedad no
le
había dejado otra salida, incluso porque había heredado un gran negocio que, a
pesar de ser un sucio y detestable oficio, era tan rentable que ninguna
otra
carrera aseguraría tanta riqueza a la nueva generación.
No
existía la vocación profesional, a pesar de que los empresarios dijesen lo
contrario, porque a nadie le apetece trabajar veinte horas al día, la mayor
parte de las veces en condiciones insalubres de vapores de grasa y humo de
tabaco. Se hacía por dinero y punto.
Yo
huí de aquella vida, pero un terrible accidente me hizo volver para hacerme
cargo de aquellos restaurantes que tanto había odiado en mi pubertad. Fue entonces
cuando mi querido amigo Ramón Ramírez, al que todo el mundo incluye entre los
fundadores de La Nueva Cocina Vasca cuando en realidad es malagueño, me mostró
el nuevo panorama.
Entre
los nuevos hosteleros había médicos, abogados, arquitectos, personas cultas que
habían renunciado a sus respectivas carreras por vocación a un oficio que se
presentaba, no solo como muy rentable, sino incluso divertido y apasionante,
porque ya no se trataba de encerrarse en un local de por vida, sino de viajar,
investigar, innovar, en definitiva, disfrutar de la vida a través de una
profesión que podía ser tan digna como cualquiera de las que amparaban nuestras
respectivas carreras universitarias.
Se
fundó la Agrupación de Restaurantes de Madrid, de la que fuimos nombrados presidente Luís Eduardo Cortés,
abogado y propietario del restaurante Jockey, Tesorero Ramón, economista y
propietario del restaurante El
Amparo, y Secretario General, un servidor de ustedes,
veterinario y propietario del restaurante Horno de Santa Teresa. Nos pusimos
como primer objetivo, dignificar la profesión, y lo conseguimos.
Hoy
día un cocinero es una estrella mediática, tanto como lo pueda ser un locutor
de TV, un actor de cine o torero (dejo aparte a los futbolistas porque eso sí que
es una aberración social).
Lo
mismo sucede con un sumiller que igual conversa con un ministro, que escribe
colaboraciones en un diario, da charlas, o imparte clases a titulados
superiores.
Se
trabajan ocho o diez horas e incluso hay descansos.
El
cocinero juega al Paddel antes de entrar al restaurante o se hace un Spa en su
tiempo de siesta.
Ya
no solo viaja el adinerado dueño en su portentoso Mercedes para comer en La
Tour d’Argent, sino que lo hacen su chef, sus ayudantes y su sumiller, bien
para
dar una degustación en Nueva Cork, bien para traer ideas del ultimo bistrot que
ha abierto Robuchon en París, o simplemente porque estos nuevos profesionales
son verdaderos entusiastas de la hostelería y muchos de ellos gastan sus
ahorros y
tiempo
libre en conocer algo más de su trabajo, algo que en los 80 les hubiera llevado
directamente al manicomio.
Un
camarero ya no tiene que ser servil, solo debe ser servicial, educado y sobre
todo, buen profesional, porque la Nueva Cocina hizo una Nueva Hostelería, pero
también una Nueva Clientela.
Hoy
el cliente ya no quiere que el maître le bese los zapatos, pero sí que sepa qué
uvas y qué madera intervienen en ese vino que le han recomendado para acompañar
ese sofisticado plato de Mar y Montaña.
Las
decoraciones son casi museos vivos y hasta se cuida la estética en el interior
de la cocina.
Trabajar
en un restaurante de nueva generación supone estar a la vanguardia de la moda y
hasta de la sociedad.
Las
decoraciones de los restaurantes son más vanguardistas que las propias galerías
arte, pero es que hasta en los fogones se maneja el diseño.
Cuando
revisamos las fotos de aquella decoración que Pascua Ortega puso en El Amparo,
nos parece más una casita de turismo rural que un restaurante de lujo, pero en
los 80 fue una verdadera revolución.
Claro
que de ahí a esos comedores minimalistas que se llevan hoy, en que el cocinero
metido a guía que nos explica como esas paredes desnudas recrean un movimiento
de luz que resalta los volúmenes según las más estrictas normas Feng Shui, pues
hay un abismo, sobre todo cuando el brazo del sillón se nos está clavando en
los muslos, lo que les garantizo que rompe todo equilibrio de Ying Yang.
Y
aquí ya empezamos con las aberraciones, porque todo lo que he descrito es una
evolución magnífica, sobre todo para los profesionales que ahora trabajan en
condiciones palaciegas.
Los
conceptos de elegancia han cambiado y las cornucopias ya solo se ven en los
chinos de todo a cien, pero un comedor debe ser confortable, y si sacrificamos
el
placer por la extravagancia, caemos en la aberración.
Cerramos
el capítulo de las bondades y entramos en la decadencia.
Iñaki Izaguirre o el principio del fin de la honestidad.
Ya
en aquellos 80, no todo el monte era orégano, también hubo listos que se
subieron al carro del dinero fácil.
Mi
primera alarma se disparó en el edificio Windsor de Madrid, ese que ardió hace
un par de años, y de aquella, no fue precisamente por fuego.
Un
tal Iñaki Izaguirre, supuestamente el representante de la vanguardia de La
Nueva Cocina Vasca en Madrid, nos preparó un menú estrafalario, en el que incluía
unos ravioli de carne, marca Hero (puedo asegurarlo porque comí muchos, en mis
años de estudiante).
Me
pareció tal desfachatez que cuando apareció aquel gigante pelirrojo de grandes
bigotes con guías, se lo dije y, echándose a reír, me respondió algo así como
“No se lo digas a nadie, ese será nuestro secreto”.
De
allí lo echaron por no sé qué turbio asunto con la sociedad gestora y abrió
junto al Palacio de Liria.
Más
de lo mismo. En una comida que ofreció el Ayuntamiento a la junta directiva de
la Asociación, yo salí indignado de la tomadura de pelo. Tal fue el descaro que,
a pesar de contar con el apoyo de aquel triunfal PSOE, se hundió y, cuando
estaba arruinado,
le
pegó fuego y cobró el seguro. Volvió a abrir y le volvió a pegar fuego, pero
esta vez lo metieron en la cárcel. Luego abrió en Pamplona y tuvo que salir huyendo
hasta Sevilla, de donde creo que también salió por pies y no sé cuantas
trastadas más haría,
pero
el movimiento de La Nueva Cocina Vasca estaba irremediablemente tocado, porque
este es un caso, pero pronto fueron legión y así lo comprendieron los grandes
fundadores que renunciaron a tan mancillado nombre.
Arzak
y Subijana siguieron siendo los maestros de referencia, los fundadores, las
piedras angulares, firmes y bien consolidadas, capaces de soportar cualquier temporal.
Otros
como Tatus Fombellida o José Juan Castillo, se centraron en sus respectivos
restaurantes casi como anacoretas.
Arguiñano
se dedicó a enamorar a todas las señoras, poniendo cada día una ramita de
perejil en cada hogar desde la TV.
Y,
a pesar de que habían surgido nuevas grandes figuras como Berasategui o Hilario
Abelaiz, el movimiento de La Nueva Cocina Vasca se fue diluyendo porque nadie
quería ser encasillado en algo que se había corrompido y así empezaron a surgir
nuevos apellidos hasta llegar a dar con el de Cocina de Autor, algo que al
parecer satisfizo a los nuevos cocineros que así se sentían realmente
reconocidos como creadores, como artistas, como los demiurgos de un nueva
expresión cultural.
Realmente
fue un segundo cambio, aunque en este caso, más técnico que social.
La
profesión ya era reconocida socialmente, las condiciones de trabajo eran
admirables, la renovación de las recetas estaba por doquier, las decoraciones
se habían adaptado al inminente nuevo milenio, los medios de comunicación
estaban ya implicados en la gastronomía, y en realidad lo que se estaba dando era
otro golpe de tuerca a un tornillo que ya estaba bien apretado.
Personajes
como Hervé This y su cocina molecular, daban ese toque científico que le
faltaba a la cocina.
Nuevos
aparatos salían al mercado posibilitando a estos demiurgos a sacar nuevas
texturas y hacer malabarismos culinarios que años atrás, sin esta tecnología hubieran
sido imposibles.
Dice
This:
La
Gastronomie moléculaire a quatre objectifs:
•
la modélisation des pratiques culinaires
•
le recensement et l'exploration physico-chimiques
des
"précisions" culinaires
•
l'exploration physico-chimique de la composante
artistique
de la pratique culinaire
•
l'exploration physico-chimique de la composante
"amour"
de la cuisine
En
portada de su web nos explica el desarrollo físicoquímico del Chocolat
Chantilly, como las moléculas de la yema de huevo barnizan las micro gotas de
chocolate
formando
las partículas tenso activas que configuran una emulsión.
Es
realmente interesante, pero a finales de los 60, Martín, el cocinero del
restaurante de mi hermano, un gigante bonachón y casi analfabeto, ya hacía una mousse
chocolate tan deliciosa y aérea como la This, aunque eso sí, no tenía ni idea
que, con sus manazas de cocinero viejo, estuviese formando partículas tenso activas.
La delgada línea que separa la extravagancia del esperpento
En
verano de 1986, la revista Club de Gourmets celebró su Nº 100 con una fastuosa
fiesta a la que invitó a los que, según sus calificaciones, en aquel momento
éramos los 100 mejores restaurantes de España.
Durante
la cena, Juli Soler me anunció que había descubierto al diamante en bruto que
haría que su restaurante, El Bulli, saltaría hasta lo más alto de la hostelería
mundial: Ferrán Adriá, un tímido cocinero con ideas extravagantes que pondría
del revés todo lo hasta entonces conocido.
Fui,
lo probé, y me dejó aturdido, pero no me gustó.
“¿Tu
crees que esto va gustar tanto como para que la gente venga hasta aquí y pague
esta salvajada?” le pregunté a Juli, y este me respondió: “Esto es una operación
de marketing a gran escala. Tenemos el suficiente respaldo económico como para
mantener durante el tiempo que haga falta el restaurante con perdidas. Cuando
triunfe en los medios, venderemos muchas cosas”.
Cinco
años después consiguieron la segunda estrella Michelin, al año siguiente publicaron
su libro El sabor del Mediterráneo, dos años después abrieron en Barcelona
su empresa de catering (Bullicatering), y a partir de ahí la máquina empezó a
dar rendimiento: banquetes, dirección técnica de restaurantes y cadenas hoteleras,
publicaciones propias con tiradas Best Seller, alquiler de imagen,
participación de empresas de alimentación, el delirio.
El
gran proyecto que se escondía tras la fachada del restaurante El Bulli, había
dado fruto.
Y
como fortuna llama a fortuna, en el 98 consiguieron la tercera estrella y El
Bulli se convirtió en un santuario.
Ya
no había que vender comida, ni dar de comer a los clientes: uno iba a El Bulli
para tener una experiencia gastronómica, no para disfrutar comiendo.
El
Bulli se había convertido en una macro estructura hotelera, financiera,
editorial, alimentaria, ceramista, cultural y no sé cuantas cosas más, de la
que el restaurante tan solo era la cabecita del iceberg, la puntita visible, el
cartelín de la fachada, un restaurante que gana dinero a espuertas pero que si
perdiese millones, tampoco pasaría nada, porque su imagen genera más beneficios
que las amorosas sonrisitas de Beckham.
Juli
Soler había triunfado. Había pulido su diamante en bruto hasta llevarlo a la
portada del Times. Su gran proyecto de marketing había triunfado.
Pero
… ¿se han fijado ustedes que desde que he empezado a hablar de El Bulli no he
hablado de cocina?
La
última vez que comí en El Bulli fue en 1999 y juré no volver a hacerlo, porque
salvo unos tagliatele de gelatina de tartuffi, el resto de los platos me
parecieron absurdos, incluso alguno deplorable, pero entre los críticos que
participaban de aquella mesa, hubo algunos que levitaron, precisamente con
algunas de las creaciones más rocambolescas e incomibles.
Y
con esto entramos de lleno en drama.
Hay
críticos que en su casa comen prefabricados y cuando salen a un comedor, no
pueden comprender que un simple gazpacho bien hecho tiene mucho más
mérito
que esa pamplina con trufas que acaba de presentar Sergi Arola, porque el Tuber
Melanosporum se vende ya en cualquier tienda, pero unos tomates de huerta hay
que buscarlos con teleobjetivo.
Me
decía un gran cocinero asturiano: “Pepe, es que Rafael García Santos me ha
dicho que para mantener mi calificación en su guía, tengo que presentarle cada año
diez platos radicalmente nuevos ¿Tú crees que yo puedo dedicarme a la
investigación, como hace Adriá, que cierra seis meses para diseñar nuevos
platos, so pena de perder puntos en una guía?”
Este
año la estrella nacional es Quique Da Costa, algo así como el Adriá de Denia,
tan místico y tan etéreo, que cuando probé sus arroces pensé que iba a salir volando.
Como sería de sutil su menú, que ni me presenté, porque si hubiera tenido que
darle mi opinión, creo que hubiéramos terminado mal.
Pero
es la revelación, aunque entre nosotros …, lo que está buscando es que algún
grupo hotelero le contrate para poder vender su imagen y forrarse sin tener que
dar de comer cada día en su chalecito de El Poblet.
Y
aquí abordamos la realidad ¿Qué está pasando?
Pues
que estos cocineritos solo ven la fachada, ese cartel de El Bulli que sale en
todos libros y revistas, pero no saben que detrás de Ferrán Adriá hubo un genio
del marketing llamado Juli Soler, un montón de millones y muchos años de
profesión, dirigidos hacia un objetivo concreto que nada tenía que ver con
vivir de un restaurante y de un oficio.
El
resultado es que miles de jóvenes están siguiendo la estela de Adriá, sin comprender
que Ferrán se ha convertido en el flautista de Hamelin y muy pocos recuerdan
como acababa aquel cuento, aunque muchos de ellos ya se han despeñado por el
abismo.
No
desprecio en absoluto a Adriá, al contrario, lo admiro, lo respeto y lo
ensalzo, porque ha llevado la imagen de la cocina española a la portada del
Times.
Gracias
a Ferrán España está en lo más alto del podium mundial.
Tampoco
le critico por haber arrastrado tras sí a miles de chavales a la ruina, él hizo
su negocio y el que haya elegido el camino de la copia, pues cargue con sus
aperos.
Solo
expongo la realidad que estamos viviendo: un cocinero tiene que pensar en como
hacer felices a sus comensales, no en lo bonita que va a salir la foto de su
último plato en la revista o TV de turno.
Dentro
de aquel movimiento evolutivo que supuso la Nueva Cocina, era muy frecuente ver
como se caía en la extravagancia, pero era un pequeño riesgo que había que
correr del mismo modo que ese artista que quiere ir a la moda y se cuelga un
pendiente de brillantes para dar esa nota extravagante que roza el límite del
buen gusto.
Pasándose
de la raya, se llega al esperpento, como cuando Elton John se pone esas gafas
romboidales con cristales de color rosa.
Hace
unos días, en un menú que nos sirvió Ramón Freixa en su comedor del hotel
Guadalpín, nos puso una Tempura de flores. Realmente las flores no tiene un
sabor agradable, salvo excepciones como las de acacia. Poner algunos pétalos en
una ensalada o una guarnición es un detalle elegante, precioso. Poner como
entrada un tempura de flores, es una excentricidad, algo simpático, un
divertimento. A continuación nos sirvió
un caviar Beluga sobre una crema de coliflor y lo adornó con una hojita de pan
de oro. El oro no tiene sabor, pero contando con que el caviar
ya
supera el millón de pesetas/kilo, pues poner un adorno de oro, es una
excentricidad, un ir más allá.
Hace
algunos años, Ferrán Adría, me sirvió una empanadilla de aceite de oliva.
Aquello era un esperpento, una majadería. Según alguno de comensales, era una virguería
culinaria, un malabarismo, una acrobacia casi inverosímil de realizar, pero ¿y
el out put?
Aquello
era una porquería, sobre todo teniendo en cuenta lo fácil que resulta mojar un
trozo de pan en un platillo con aceite y sal y, sobre todo, lo rico que está.
Como
decía Joaquín Merino en su libro Titanes de los Fogones: “… soy uno de esos
hipócritas que, tras proferir unos “ohes” y “ahes” de rigor ante la tortilla deconstruída,
se pregunta para qué narices hacía falta deconstruirla, si estaba tan rica de
toda la vida.”
Conclusión, el buen ejemplo de los buenos vinos.
Como
las moralejas no me gustan y prefiero que cada cual saque sus conclusiones, voy
a terminar esta charla con un ejemplo evolutivo similar, pero que supo parar el
carro antes de precipitarse en el abismo del esperpento.
En
los años en que despertó La Nueva Cocina Vasca y dentro de aquel movimiento
revolucionario europeísta de la transición política española (segunda mitad de
los
70), las bodegas empezaron a plantearse una renovación parecida a la de la
cocina.
Recuerdo
que el primer vino que rompió los moldes fue el Contino.
Luego
llegaron algunos blancos de La Mancha que olían a plátano y piña.
En
1980 se creó la Denominación Específica Albariño (la D.O. Rías Baixas no se
aprobó hasta 1988 pero la fiesta empezó en el 80) y España empezó a oler a
mango,
maracuyá, litchys y otros perfumes propios de la uva Sauvignon blanc.
La
serie Falcon Crest trajo la Cabernetmanía y los catadores, que por aquella
época éramos como un híbrido entre el profesor Tornasol, Nostradamus y el Gran
Houdini, pasamos de tener que buscar novedades para nuestros lectores (de
aquella yo estaba en el comité de cata de la guía de vinos Gourmets con Andrés
Proensa), a no saber como planificar aquella avalancha de nuevos productos, a
cual más rabiosamente
espectacular
y muchos de ellos, realmente magníficos.
Cada
día las maderas eran más tostadas y poderosas, los aromas más intensos y
exóticos, hasta que llegó un momento en que parecía que la extravagancia de
algunos
enólogos hacía que su albariño pareciese más una frutería caribeña que un vino
y que su Tinto de autor invitase a mojar galletas, por el exceso de vainillas
y
cacaos con que le había perfumado la barrica nueva rayada y súper tostada.
Poco
a poco la prensa especializada empezó a protestar de tanto empalague y en lo
que va de siglo, o sea en este lustro, rara es la bodega que no ha sabido
frenar
antes
de caer en ese esperpento que hubiera supuesto hacer el ridículo ante el resto
del mundo.
Salvo
algún trapecista que ha dado con el filón del gran mercado, la mayoría de los
bodegueros de Pontevedra han dado marcha atrás y sus albariños están siendo
cada vez menos espectaculares y más en la línea real de los perfiles de la
tipicidad de esa uva, que nunca olió a maracuyá salvo que le echasen frasquito y
levaduras foráneas.
Hay
grandes marcas como Torres que hacen caja vendiendo su perfumadito Viña
Esmeralda a los guiris que visitan las terrazas de la Costa del Sol y a las señoras
que salen de cena elegante el sábado, pero la vanguardia está en hacer Verdejos
secos con levaduras autóctonas para que no sepan a Fransola.
Hasta
los tintos han frenado en seco la carrera en busca de la súper madera y se está
evolucionando del espectáculo deslumbrante, a la elegancia de la integración.
Las
historias de Rocambole han terminado.
Hubo
algunos malabaristas, como los que montaron aquel show del Culmen, que se iban
a comer el mundo, pero que tras el fracaso (tirar con pólvora ajena es fácil y
como los millones son de otro, pues tira millas) han desaparecido de la faz de
la Tierra.
Yo
creo que la cocina de estos próximos años irá en la línea de los vinos,
aprovechar todo lo bueno que la tecnología y la evolución han aportado al
sector, pero
hacerlo
para el disfrute del consumidor, no para extasiar a críticos funámbulos ni para
salir monos en las revistas del corazón.
Muchas Gracias.
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