06 septiembre, 2007

Banquete Macedónico según lo describe Matron

Matron, describe así un festín ático du­rante el Imperio Macedónico:
"Musa, inspí­rame para que pueda describir acertadamen­te las renombradas y espléndidas comidas que el retórico Xenocles nos ofreció en la ciudad de Atenas, pues me encuentro rendido y harto a pesar de que me acompañaba siempre el más excelente apetito. Allí tuve ocasión de contem­plar los panes más largos y bellos, blancos co­mo la nieve y allí he comido las mejores pas­tas que despertaron el amor de Bóreas mientras se cocían en el horno.
Xenocles, entró en la sala, pasó la mirada por los lechos de los invitados y se dirigió ha­cia el que se hallaba junto al umbral de la puerta que le estaba reservado y en él se ten­dió. A su lado se instaló el parásito Cherep­hon, afamado glotón, que estaba en ayunas y sabía actuar como imbatible campeón en la mesa de otro.
Acabábamos de instalarnos cuando comen­zaron a entrar servidores llevando platos y cu­brieron con ellos todas las mesas. Cada invi­tado escogió aquello que más le apetecía. Yo ataqué indistintamente a todos los manjares que estaban a mi alcance: ajos, espárragos, ostras bien rellenas y dejé de lado las viejas sa­lazones crudas que comen los fenicios. Eché a tierra los erizos de mar con sus penachos de púas que cayeron rodando por el suelo a los píes de los esclavos para detenerse en un lugar despejado donde las olas llegaban a batir la orilla.
Sirvieron después apetitosas pinné —espe­cie de ostras— y bizcochos crujientes que se habían preparado con harina desleída en agua pasada por un tamiz y luego dejados se­car Al comerlos se les añadían sal y otros de­liciosos condimentos. Luego nos presentaron un escombro que había sido pescado en el gol­fo de Falero y que por sus cualidades debía ser amigo de Tritón. Escondía sus quijadas bajo una red fuerte y recia. Le acompañaban un lenguado cartilaginoso y un gran salmonete de mejillas bermejas.
Fui el primero en poner mi mano sobre es-te último habitante de las profundidades pre­tendiendo trincharlo, pues Phebin me lo ha­bía permitido, pero Estratocles, el aguerrido soldado, se me adelantó y tomando entre sus manos la cabeza del salmonete se la arrancó de cuajo. Mirándole con veneración le coloco sobre su plato mientras mis ojos le acompaña­ban en su último viaje.
No muy lejos aparecía otra fuente en la que lucía su bella cabellera como si fuera Thetis, la hija de Nereo, la diosa temible de sonora voz, una jibia, pescado que tiene la virtud de conocer el blanco y el negro. También se veía un ilustre congrio, verdadero paladín del estanque, que se mostraba tendido sobre varias bandejas y ocupaba una longitud de cuatro mesas. Como dándole escolta, se hallaba una gran anguila, diosa de blancos brazos, que po­día jactarse de haber jugado en la misma cá­mara donde Poseidón dormía. Pertenecía a la raza de las anguilas salvajes, una de las cua­les no pudo ser un carro a pesar de los esfuer­zos de Anténor, robustos atletas.
Apenas había salido el cocinero de la sala cuando volvió a subir haciendo resonar sobre su hombro derecho los platos en los que traía nuevas viandas. Siguiendo sus pasos avanza­ban ordenadamente varios esclavos, formados en fila y llevando hasta cuarenta bandejas de negra terracota con otros tantos guisos a cual más sabroso.
El mensajero Iris, el de los pies de viento, apareció en la forma de un rápido calamar, al que acompañaba una perca rodeada de sucu­lentas bogas. Tras ella venía una cabeza de atún que se alzaba irritado como el soldado al que han quitado sus armas. En otro plato reposaba un pez ángel, manjar delicado, tal vez un poco duro, pero sobre todo muy nutritivo para la gente joven, cuando su carne ha sido curada al humo.
Con gran ceremonia fue introducido un mújol, cuidadosamente asado, al que daban cortejo doce sargos y blanca car­ne. Este súbdito de Poseidón debía conocer bien los profundos abismos del mar. Cerra­ban la majestuosa comitiva dos fuentes re­pletas de camarones que vestían sus rojas ar­maduras y permanecían silenciosos a pesar de que sus canciones son muy gratas a los oídos de Zeus —los camarones cuando son asados producen un fino crujido, al que se refiere el autor—. Tampoco faltaban la dorada que es el pez más bello de la mar, ni la langosta y el escri­bano, armado de fuertes tenazas. Cuando los convidados comían estos platos para regalo de su paladar, hizo su entrada gloriosa el con­ductor de todos los peces, el pez espada, armado con su impresionante lanza. Aunque esta­ba satisfecho le ataqué con mano vigorosa pues no quería quedarme sin gustarlo. Me pa­reció la misma ambrosía con la que se man­tienen los dioses eternos.
Todavía nos sirvieron una murena, tan larga que cubría la mesa y que lucía alrede­dor del cuello una vistosa franja blanca, peces planos que como los lenguados semejan suelas de zapato, seguidos de peces voladores que por remedar a las thyadas o bacantes del mar, se elevan tanto sobre las aguas que van a morir entre las rocas de la orilla.
Aquella cocina parecía ser inagotable, pues todavía surgieron de sus fogones: otra dorada. un cazón, otro escombro, servido por el coci­nero cuando todavía hervía y que pasó perfu­mando la sala con sus fragantes efluvios. Nos recomendó mucho que no dejáramos de pro­barlo, pero me defraudó pues lo consideré co­mo un plato solo adecuado para que lo co­mieran las mujeres.
Revisando distraídamente lo que quedaba sobre las mesas, descubrí algo que nadie había tocado todavía: un magnifico mero. Le ataqué con entusiasmo pero al verme comer los restantes comensales reclamaron su parte y hube de cederles la pieza que consideraba mía. Al desviar la vista al otro lado percibí un jamón que parecía temblar de miedo. A su lado estaba el tarro de la mostaza, precisa-mente esa tan ardiente que hace decir adiós al vino dulce. No hice más que probar este ja­món y no pude por menos de gemir de pena al pensar que ya no volvería a encontrarlo en mi camino. ¡Ay de mi, qué lejos se fue, acompa­ñado de la manteca y de una torta de la más fina harina! Este pernil no pudo atenderme durante mucho tiempo pues fue despedazado y ahogado en una deliciosa salsa obscura.
Todavía surgió un esclavo que llevaba unos patos de Salamina muy bien cebados que ha­bían sido capturados junto al estanque sagra­do. Charefon los reconoció cuidadosamente para comprobar si pertenecían a la especie que estaba consagrada a los dioses pues quería saciarse sin cometer sacrilegio. Cuando creyó haber comprobado que no existía ese peligro comió como un león, procurando que le que­dara algo para hacer una segunda comida cuando llegara a su casa.
Posteriormente llevaron un caldo de escan­da que parecía preparado por la propia mano de Hefaistos. Estaba tan concentrado y era tan delicioso como si este Dios le hubiera hecho cocer en sus fraguas durante trece meses en un puchero ático.
Cuando los comensales nos hartamos de estos exquisitos manjares, lavamos nuestras ma­nos en las olas del mar y un joven y bello esclavo nos las enjugó con un perfume hecho de flores primaverales. Al mismo tiempo por el lado derecho de la sala se presentó otro adoles­cente que daba a todo el mundo coronas de rosas. Al fin se vertió en los vasos de Dioniso el generoso vino de Lesbos y aunque las copas se habían llenado hasta los bordes fue consu­mido rápidamente.
Como digno remate a la fiesta se cubrieron las mesas de postres: peras, manzanas, rojas granadas, uvas de las llamadas aromaxys, que fueron las dulces nodrizas del propio Dioniso. Se cortaban maduras de las cepas y su dulzor no tenía igual, pero no las pude probar por-que estaba harto.
Me disponía a saltar del lecho cuando vi llegar un gran encyele —especie de roscón—de color dorado y bien cocido. ¡Cómo iba a privarme de este regalo de los dioses.! ¡No lo haría aunque tuviere diez manos, diez bo­cas, un vientre impermeable y un corazón de acero!
Para hacer más grata nuestra digestión en­traron dos jóvenes juglaresas, diestras en dar dar asombrosas sorpresas...”

2 comentarios:

Vida dijo...

me ha gustado mucho leer el blog. buscaba en internet la palabra propietas, porque nunca la habia oido.
escribes muy bien

Apiciu dijo...

Hola Blanco26:
Gracias por leerme y agradezco sus palabras.
Saludos