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Cultura Alimentaria de España y América por Antonio Garrido Aranda, Copilador.
ISBN 8488518137
La publiccion es muy interesante y contiene los siguientes estudios:
Prólogo, por Antonio Garrido Aranda,
Reflexiones acerca de la bibliografía antigua de cultura alimentaria, por María del Carmen Simón Palmer 17
Costumbres alimentarias en la literatura española: Hambre y Hartazgo, por Ma-Antonia Corral Checa, Ma Dolores Corral Checa, Angelina Costa Palacios, Carmen Fernández Ariza, y Pilar Moraleda García
Comer en las tablas: Banquete carnavalesco y banquete macabro en el teatro del Siglo de Oro, por Maria Grazia Profeti.
El pan y la palabra: historia, semántica y estrategias discursivas de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, por Joaquín Roses Lozano
Historia de la alimentación 137
Alimentación y estructura agropecuaria en Andalucía oriental durante los siglos XV y XVIIl. Mediofísico y modelos intercomarcales, subsistencias y capacidad de intercambio,
por Juan Sanz Sampelayo
Los manipuladores de alimentos en España y América entre los siglosXV y XVIII: los gremios alimentarios y otras normativas de consumo, por Antonio Garrido Aranda, Patricio Hidalgo Nuchera, y Javier Muñoz Hidalgo
El Tomate: de hierba silvestre de las Américas a denominador común en las cocinas
mediterráneas, por Janet Long-Solís
Perspectiva urbana y cultura alimentaría. Cusco, 1545-1552, por Zenón Guzmán Pinto
El papel de los jardines botánicos en la introducción e intercambio de especies alimentarias, por J. Esteban Hernández Bermejo
El ritual de los banquetes masónicos, por Jacinto Torres Mulas
Antropología de la alimentación
Movimientos migratorios y culturas del trabajo en las cocinas populares. El caso de Andalucía, por Isabel González Turmo
Costumbres alimentarias de los andaluces durante los rituales de paso a comienzos de la presente centuria, por José Cobos Ruiz de Adana y Francisco Luque-Romero Albornoz ¿Sabemos realmente lo que comemos? El porqué de una antropología de la alimentación,
por Jesús Contreras Hernández
Lo que edito es una selección de diferentes parrafos de lo escrito por Joaquin Roses Lozano sobre un estudio totalizador de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, desde la perspectiva alimentaria; la gran figura del costumbrismo peruano del siglo XIX, que escribió más de mil narraciones tradicionales, utilizó, en distinto grado, un amplio repertorio de temas, entre los cuales es constante la presencia de la comida, con toda una diversidad de funciones (histórica, semántica, discursiva etc.).
El pan y la palabra: historia, semántica y estrategias discursivas en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma
JOAQUÍN ROSES
GRUPO DE INVESTIGACIÓN CULTURA ALIMENTARIA UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA
La acción transcurre en Lima, año 1888, durante una velada patriótica. Un joven de 40 años, liberal, llamado a ser uno de los fundadores de la nueva literatura y del moderno pensamiento político peruano, se expresa contundentemente: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!». El tajante y exaltado joven se llamaba Manuel González Prada y atacaba una vez más –ya lo había hecho dos años antes– a Ricardo Palma, Director de la Biblioteca Nacional, cuyo tradicionismo era contrario a la estética de González Prada, cuya ideología conservadora le repugnaba, y a quien –coincidencia buscada– acabará por sustituir en su puesto de Director de la Biblioteca Nacional en 1912, al cumplir 64 años, cercano pues, también él, a esa vejez tan denostada antaño.
Esta reacción de González Prada contra la escritura y la vida de Ricardo Palma revela, por encima de todo, una cosa: que las Tradiciones peruanas gozaron, desde la aparición de la Primera Serie» (1872) hasta la fecha en que González Prada pronuncia su discurso, de una fortuna editorial, sociológica cultural indiscutible. Aunque Palma continúa escribiendo “tradiciones” hasta 1910, en que publica su “Apéndice a mis últimas tradiciones peruanas”, la enorme influencia de su escritura propicia mucho antes la eclosión de un fecundo debate crítico.
Este artículo propone un análisis que determine en qué grado ciertos recursos literarios favorecen la privilegiada relación de las Tradiciones peruanas con el lector del siglo XIX. Para ello resulta de suma utilidad rastrear la presencia de lo alimentario en diversos niveles (referencial, metafórico, funcional) del texto, señalar las estructuras de este universo significativo e interpretar sus funciones pragmáticas. Confío en que estas aproximaciones a la obra de Palma faciliten la compresion crítica de su escritura y del éxito de su recepción coetánea.
Su obsesión, designio premeditado como veremos, por el mundo de la alimentación se nos presenta deslumbrante en pasajes como el siguiente:
“cuando los conquistadores se apoderaron del Perú no eran en él conocidos el trigo, el arroz, la cebada, la caña de azucar, lechuga, rábanos, coles, espárragos, ajos, cebollas, berenjenas, hierbabuena, garbanzos, lentejas, habas, mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano. ajonjolí, ni otros productos de la tierra, que sería largo enumerar. En cuanto al frísol o fréjol lo teníamos en casa, así como otras variadas producciones y frutas por las que los españoles se chupaban los dedos de gusto. («Carta canta», TP, p. 123)”.
En éste, como en otros lugares de las «tradiciones», Palma hace voto de su americanismo, con crecidos elogios a los productos propios. Así, tras el párrafo anterior, el «tradicionista, nos ofrece la nota distintiva de la exuberancia peruana:
“Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú más abundante v mejor fruto que en España; y con gran seriedad y aplomo cuentan varios muy respetables cronistas e historiadores que en el valle de Azapa. jurisdicción de Arica, se produjo un rábano tan colosal, que no alcanzaba un hombre a rodearlo con los brazos («Carta canta», TP, p. 124)”.
Algunas de las informaciones que contiene se sitúan en esa línea de historias particulares redondeadas con la aportación de datos curiosos; un ejemplo íntegro es la declaración sobre don Antonio Solar, el encomendero, que hacia 1558 hizo llevar a Perú
“semillas o plantas de melón, nísperos, granadas, cidras, limones. manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país. que tal hartazgo se darían con ellas, cuando a no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, se publicó un bando que los curas leían a sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a los indios comer pepinos. fruta llamada por sus fatales efectos mataserrano. («Carta canta», TP. pp. 124-125)”
Otros datos son sometidos por el autor a una limitación espacial. De ese modo, contribuye a reconstruir una suerte de mapa alimentario en el que destacan por sus dulces excelencias vallecitos como el de Cachiche:
“Nadie puede ir a Cachiche, en busca de los sabrosos dátiles que ese lugar produce, sin regresar maleficiado.
Contribuye también al renombre de Cachiche la excelencia de los higos de sus huertas. Esos higos son como los de Vizcaya, de los que se dice que, para ser buenos, han de tener cuello de ahorcado, ropa de pobre y ojo de viuda; esto es, cuello seco, cáscara arrugadita y extremidad vertiendo almíbar. («Las brujas de Ica», TP, pp. 249-250).”
O nos ofrece detalles comerciales muy precisos sobre lugares concretos, Así nos dice que en Ica, don Jerónimo Illescas «tenía, hasta hace pocos años que murió, pulpería en la esquina de San Francisco y vendía exquisitas salchichas». («Las brujas de Ica», TP, pp. 249).
En algunas “tradiciones” la exactitud histótica es valiosísima, y Palma nos sorprende con noticias minuciosas, datadas escrupulosamente. No de otra manera documenta la pequeña historia de los cafés que hubo en Lima:
“Desde Pizarro hasta 1771, toda persona con apariencias de decente que aspiraba a tomar un refresco fuera del domicilio, sólo podía hacerlo en los establecimientos destinados para el juego de pelota y bochas. Estos sitios fueron poco a poco democratizándose, y la gente de copete dejó de concurrir a ellos, hasta que en 1772, y favorecido por el rumboso virrey Amat, un italiano o francés, llamado Francisquín, estableció en la calle de la Merced un café (el primero que tuvimos en Lima) que podía hacer competencia al mejorcito de Madrid. Cuatro años después, un español, don Francisco Serio, fundó el famoso café de Bodegones, que hasta hace poco disfrutó de gran nombradía. («Sabio como Chavarría», CTP, p. 175).”
Como un apéndice especial de esa retahíla de noticias históricas, cabe incluir un grupo de informaciones, menos cercanas, tal vez, a la verdad histórica pero valiosas como fuente para el conocimiento de costumbres. Sería prolijo anotar aquí y considerar todas y cada una de las comilonas y banquetes que nutren numerosas páginas de las Tradiciones peruanas. Algunos de estos opíparos almuerzos desempeñan funciones narrativas que señalaremos oportunamente; otros se limitan a meras menciones sin demasiado interés. Pero las descripciones pormenorizadas de esos festines nos permiten asistir como comensales sin boca a la mesa colonial. Observemos con contención cuál era la comida de una fiesta de cumpleaños: «la clásica empanada, la sopa teóloga con menudillos, la sabrosa carapulera y el obligado pavo relleno, y para remojar la palabra, el turbulento motocachi y el retinto de Cataluña». Ante esta plenitud, Palma no puede contener su admiración:
“Los banquetes de esos siglos era de cosa sólida y que se pega al riñón, y no de puro soplillo y oropel, como los de los civilizados tiempos que alcanzamos. Verdad es que antaño era más frecuente morir de un hartazgo apoplético». (El encapuchado, CTP, p. 65)”
Veamos una descripción similar; esta vez se trata de la mesa de una virreina, doña Ana de Borja, condesa de Lemos:
“La mesa estaba opíparamente servida, no con esas golosinas que hoy se usan y que son como manjar de monja, soplillo y poca substancia, sino con cosas suculentas, sólidas y que se pegan al riñón. La fruta de corral, pavo, gallina y hasta chancho enrollado, lucia con profusión (“Beba, padre, que le da la vida TP p. 89)”
Tras esa muletilla, «que se pegan al riñón», repetida también con profusión por Palma, adivinamos el gusto —ya tendremos ocasión de adivinar otras intenciones— con que el autor incluye estos tópicos alimentarios en sus “tradiciones”. Las menciones a banquetes nos ofrecen en ciertos casos nuevos vocablos con su correspondiente definición:
“Llegó el momento de dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. («Una aventura del Virrey-Poeta», CTP, p. 153).”
En otra “tradición” muy citada ya en este trabajo, la titulada “Un virrey y un arzobispo», Ricardo Palma da rienda suelta a su anticlericalismo, al contarnos el caso de esta elevada dignidad eclesiástica que celebra misa después de almorzar “una tísica o robusta polla en estofado, que tanto no se cuidó de averiguar el cronista, con su correspondiente apéndice de bollos y chocolate de las monjas» (cTP, p. 108)”. Esa veta satírica contra la gula del clero en ninguna “tradición” es más jocosa como en la titulada ¡Beba, padre, que le da la vidal!, donde la mencionada Ana de Borja, virreina del Perú, somete a un tal padre Núñez, misterioso personaje, a una prueba decisiva que determine si se trata de un espía o de un verdadero fraile. Para un cura no había otra prueba más categórica que el banquete: el frailecillo lo engulle todo y —nos dice Palma—“después de consumir, como postres, una muy competente ración de alfajores, pastas y dulces de las monjas, no pudo el comensal dejar de sentir imperiosa necesidad de beber” (TP, p. 89). La virreina, al ver que el fraile tomaba con ambas manos el pesado cántaro de Guadalajara y empezaba a despacharse a su gusto, lo anima: ¡Beba, padre, beba, que le da la vida!. La conclusión de los consejeros de la virreina es contundente: “es fraile y de campanillas” (TP, p. 90). Las críticas son más aceradas aún en una “tradición” en que se nos describe un banquete oficial del XXXVIII Virrey del Perú; en aquella ocasión, un fraile predicador
“que así hilvanaba un sermón como devoraba un pollo en alioli o una sopa teóloga con prosaicas tajadas de tocino, hizo cumplido honor a la mesa de su excelencia; y aun agregan que se puso un tanto chispo menudeando tragos de catalán y Valdepeñas, vinos que, sin bautizar, salían de las moriscas cubas que el marqués reservaba para los días de mantel largo, junto con el exquisito y alborotador aguardiente de Motocachi. («El virrey de la adivinanza», TP, p. 117).”
En «La monja de la llave» (TP, pp. 61-66), el chocolate es vehículo eficaz para envenenar a alguien, y en «Los azulejos de San Francisco» (TP, pp. 125-129) sirve a los frailes para conseguir importantes donativos de un protector. Ya hemos visto en ejemplos anteriores cómo la predilección irrefrenable por los placeres de la comida y la bebida es prueba inequívoca de pertenencia al clero («¡Beba, padre, que le da la vidal...», TP, p. 87-90). En otras “tradiciones”, la evolución temporal de la acción se halla jalonada por referencias diversas a desayunos o cenas, como en “Una astucia de Abascal” (TP, pp. 231-233), mientras que en la conocida “Croniquillas de mi abuela”» (CTP, pp. 353-357) la terminología y fraseología alimentaria adorna gran parte del relato y hace creíble el discurso oral de la abuela:
“Si los chicos de la familia la hostigábamos para que nos aumentase la ración, la buena señora (que esté en gloria) nos contestaba:
—¡Ah tragaldabas! ¿Creen ustedes que la olla de casa es la olla del padre Panchito?
Y cuando, de sobremesa, comentábase algún notición político que a mi padre regocijaba, no dejaba la abuela de meter cucharada diciendo [...] (p. 353)”
Más que como función narrativa limitada, la alimentación vertebra como tema central muchos textos de Ricardo Palma. El estudio particular de estas —llamémoslas así— “tradiciones gastronómicas” requeriría un análisis minucioso con el que no estoy dispuesto a cansarles. Baste citar una nutrida muestra de estas tradiciones en las cuales lo alimentario se halla presente desde el mismo título.
En “Con días y ollas venceremos” (CTP, pp. 136-141), los pregones de los diversos oficios, entre los que destacan los vendedores de viandas, cumplen el objetivo real y ficticio de marcar las distintas horas del día: a las seis, la lechera; la tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto»; el bizcochero y la vendedora de leche-vinagre aparecían a las ocho; la tamalera a las diez; a las once, la melonera; el frutero y el proveedor de empanaditas de picadillo a las doce; «la una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero»; y así sucesivamente hasta acabar con el día y con los oficios, desde la turronera hasta el heladero. En otro grupo de “tradiciones” el autor persigue la explicación de dichos relacionados con la alimentación, como en la sabrosa pieza titulada “Aceituna, una” (CTP, pp. 146-147), taraceada toda ella de sabrosas informaciones, de las cuales destacan estos tres ejemplos:
“Trae a colación un testimonio de Acosta:] en los grandes banquetes, y por mucho regalo y magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El dueño del convite, como para disculpar una mezquindad que en el fondo era positivo lujo, pues la producción era es-casa y carísima, solía decir a sus convidados: caballeros, aceituna, una. Y así nació la frase (p. 146).”
“Ya en 1565, y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro aceitunas por un real. Este precio permitía a un anfitrión ser rumboso, y desde ese año eran tres las aceitunas asignadas para cada cubierto (p. 147).”
“era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente, y todo buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo): —Se-ñores, vamos a remojar una aceitunita (p. 147)”
La misma voluntad de investigación histórica y divulgación de contenidos referentes a la alimentación comparten las “tradiciones” tituladas “Glorias del cigarro” (CTP, pp. 408-414) y Los aguadores de Lima» (CTP, pp. 432-433).
Hemos sugerido con abundantes pruebas y razonadas exégesis que la escritura de Palma, sin pretensiones de moralidad, aspira al rescate de la historia y a la divertida divulgación de la misma entre el pueblo. La estrategia didáctico -discursiva de Palma es simple como un grano de sal. Ya la había ensayado en el siglo XVI Francois Rabelais: llevar lo popular a las letras impresas, acercar la plaza y la calle al universo de la literatura. A tal fin, nada más cercano al quehacer diario de los lectores del siglo XIX que los fogones y alimentos. La alimentación constituye —por imperativo biológico y por construcción cultural— un eje significativo en la vida de los hombres (esta reunión de especialistas de diversas disciplinas es buena prueba de ello). Ricardo Palma, consciente de ese lugar cardinal de lo alimentario, aproxima lo histórico al pueblo por fáciles senderos, a través de procedimientos sutiles de oralidad, espontaneidad y didactismo. De ese modo, ofreciéndoles de comer con la misma cuchara de sus días y noches, Palma consigue que los peruanos se acerquen a la mesa de su nación, al pantagruélico banquete de la historia, mediante el apetitoso pan de la palabra.
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