Esta persona, con una vasta cultura en todos los campos y como no, en la gastronómica es un maestro, publica todos los meses el día 12, un articulo que aparece en Libro de Notas, verdaderamente yo disfruto y espero al día 12 para leer su articulo. Les recomiendo se suscriban a su pagina y así no perderán ninguno de sus bien documentados artículos. Lo que sigue es transcripción integra de su escrito, que también lo pueden leer en este enlace a su árticulo.
Hipofagia
Cuenta la leyenda que las hordas tártaras (mongoles en realidad) que
acosaban las fronteras orientales rusas tenían la costumbre de poner trozos de
carne sobre el lomo de su caballo para que, machacada por las largas cabalgadas
y macerada con el sudor de animal y jinete, quedara reblandecida y se la comían
tal cual. Supuestamente sería ese el origen del “tartar”(solomillo
picado crudo, solo aliñado con ingredientes diversos) y antepasado de la
hamburguesa.
Lo que no añaden normalmente las crónicas es que aquellos filetes “a la jineta”, de haber existido, casi seguramente eran del mismo animal que para esas tribus constituía la base de sus rebaños y de donde aprovechaban su fuerza de trabajo, leche, cuero y, como ya dije, carne: sus caballos, los mismos sobre los que días antes cabalgaban.
Comen estos Tártaros muy poco pan, sí mucha carne, y mayormente carne de
caballo. Cuando regala un Murso o señor del país, no fuera cabal y completa la
comida, si no tuvieran un plato de un potro. (Gran
diccionario histórico, Louis Moreri, 1753).
Desde luego es cierto que la carne equina es todavía hoy base de varias de
las especialidades gastronómicas de la República de Tartaristán (parte de la
Federación Rusa), como el Kazy,
un embutido de lomo de buen caballo de raza mongola, así como en muchas de las
tribus asiáticas de origen mongol.
En realidad, no hacía falta irse tan lejos, pues está bien documentado que
las tribus germánicas noreuropeas tenían al caballo como recurso habitual de su
dieta. Esto era visto, sin embargo, por sus muy refinados enemigos del sur, el
Imperio Romano, como un signo más de barbarie e incivilización.
De hecho, tal vez le debamos a los romanos la ausencia casi completa de
equino en nuestro recetario, que repudiaban a este cuadrúpedo como alimento,
aunque no fueron los únicos: ya persas y griegos les precedieron en el disgusto
gastronómico por el noble bruto.
Por un lado, ya desde las primeras culturas que domesticaron al caballo,
este ofrecía mejor servicio a la sociedad y el estado como montura o animal de
tiro que como proveedor de filetes, especialmente en los conflictos bélicos,
donde los regimientos de caballería han sido los más mimados en los ejércitos,
desincentivándose su consumo e incluso en bastantes ocasiones ha sido el animal
protegido, incluso legalmente, de acabar sus días en un matadero ante la eventualidad
de que hubiera que “reclutarlos” al servicio de la patria. O, como en el caso
de los conquistadores españoles en América, que castigaban severamente a quien
se comiera un caballo (incluso muerto en batalla) para que la hambruna no
indujera a la tropa a jamarse las caballerías y acémilas que les eran
imprescindible para concluir la campaña militar con posibilidades de éxito.
De hecho, en muchas batallas épicas donde los alazanes morían a centenares,
fueron los propios mandos militares los que aceptaron dar a sus subordinados,
victoriosos pero hambrientos, raciones especiales de proteína animal obtenida
descuartizando las que horas antes fueron aguerridas cabalgaduras sin
distinguir bando. Así se dice, por ejemplo, que obró Napoléon Bonaparte durante
el avance en la desastrosa campaña que la Grande Armée emprendió en Rusia.
Esta protección, por supuesto, cesa en el siglo XX, cuando los vehículos
blindados junto con la aparición de las ametralladoras terminan por reducir
casi a cero su valor estratégico en el campo de batalla, mientras que los
turismos, camiones y tractores los han relevado en el transporte civil y las
faenas agrarias. Sin embargo, la costumbre histórica es suficiente para
mantener su carne apartada de las tradiciones culinarias.
No es improbable que a esto se sumen elementos culturales, como en el caso
de la tradición judeo-cristiana, que incluiría al caballo en la lista de
especies no comestibles (Levítico, 11, 3-4: comerás el animal de pezuña
partida, hendida en dos uñas y que rumia. Pero no comerás el camello que rumia
y no tiene dividida la pezuña, sino que será para vosotros impuro). Si bien
este argumento así expuesto es muy débil, pues la gastronomía occidental
incluye muy satisfactoriamente alimentos prohibido por la Tanaj o el Corán,
como el cerdo, el conejo o liebre, el marisco, etcétera; pese a lo cual,
algunos estudiosos mantienen que muchos de nuestros desapegos alimenticios
(insectos, reptiles, aves carnívoras y marinas, mamíferos marinos, etcétera)
tienen su base en el rechazo cultural establecido por cuestiones
étnico-religiosas como la referida, y no tanto en una pretendida prevención
sanitaria empíricamente aprendida.
No tengo muy claro si era por esto mismo, pero sí conozco que los papas
medievales pusieron algún empeño en condenar el consumo de carne caballar, pues
veían en esta costumbre restos del paganismo nórdico: “Me decís que
algunos comen caballo cerril y la mayor parte caballo domado: no permitáis que
esto continúe, abolid semejante costumbre por todos los medios que estén a
vuestro alcance, e imponed a todos los que lo coman una justa penitencia. Ellos
son inmundos y su acción es execrable”, le instaba Gregorio III a
San Bonifacio, evangelizador de las germanias en el siglo VIII.
Por otro lado el caballo tiene una imagen de animal estéticamente bello,
inteligente, fiel, que le ha llevado a ser incluso protagonista de obras
literarias o cinematográficas donde se le ensalza y se le hace objeto de
sentimientos afectuosos (créanme que el cerdo, por ejemplo, no le es inferior
en inteligencia, fidelidad y otras aptitudes de mascota, incluso creo que
también una agradable estética cuando se le cuida debidamente, y sin embargo es
con mucho el más comestible de los mamíferos; es solo que el caballo ha tenido
mejor “márquetin”).
Mas, pese a toda esta carga cultural, la carne de corcel ha sido esporádica
y anecdóticamente recibida en las mesas occidentales con un cierto aura de
exotismo y refinamiento. Un frío 6 de Febrero de 1855, la Sociedad Gastronómica
de París ofreció a sus socios y algunos respetables invitados un banquete
“hippophagique”, es decir, compuesto íntegramente por carne de caballo en
distintas preparaciones que iban desde un consomé para abrir boca hasta un
postre de gelatina de caballo, pasando por unos entremeses de embutido caballar
y un plato fuerte de carne asada “en su punto”. Unos años más tarde se repitió
la experiencia, sin embargo en ninguno de los dos casos obtuvo la iniciativa
mayor resonancia, ni a favor ni en contra, y aunque no puede decirse que llegara
a instaurarse alguna moda, sirvió para que algunos establecimientos
incorporaran este ingrediente en algunos platos más o menos tradicionales.
Aunque es frecuente pensar en el país galo como el más habituado a ingerir
caballo, lo cierto es que hoy día son los italianos los principales
consumidores occidentales con unas 50.000 toneladas anuales, especialmente en
el norte del país, donde existen varias recetas tradicionales y el viajero
gastronómicamente motivado no puede pasar por Verona, Siena o Turín sin probar
el Spezzatino, la Patissada o la Tagliata
di Cavallo, por no revelar que la genuina mortadella bolognesa debe
incorporar músculo equino si quiere ser tenida por tradicional.
El caso es que en España no es completamente desconocida. Especialmente en
el norte peninsular se comercializa como “carne de potro”, aunque siempre con
una producción escasa, dirigida a un público minoritario y en circuitos
comerciales casi exclusivamente reservados a iniciados.
Nada tan extraño en realidad, pues además el músculo de este animal es
mejor que el de herbívoros rivales nutricionalmente hablando: un ligero mayor
porcentaje de proteína pero, sobre todo, un contenido en grasas y colesterol
varias veces inferior a las carnes más habituales en nuestra mesa.
En lo gastronómico las opiniones son variables: siempre se cita que tiene
un sabor dulzón achacado a su mayor contenido en glucógeno, pero lo cierto es
que el glucógeno no es dulce “per se” (el hígado de ternera tiene 10 veces más
glucógeno que la carne de caballo y no es especialmente dulce) y el sabor de la
carne dependerá en buena parte, digo yo, del resto de los ingredientes de la
receta. En general es difícil distinguirla de la bovina y solo puede destacarse
una relativamente mayor cohesión de las fibras musculares, semejante a la que
podamos encontrar en piezas de caza mayor.
Por lo demás es una carne tan sana o insana como cualquier otra y cuya
calidad no es tampoco necesariamente inferior a la bovina, ovina, caprina o
porcina. Evidentemente, será distinto un animal joven especialmente criado para
acabar en la parrilla (menos del 10% de la cabaña europea), que un jaco que
venía tirando de un carruaje para turistas hasta que ya no le dieron las
fuerzas. Por supuesto, el precio de mercado debería depender exclusivamente de
este aspecto y no hay razón para que fuese marcadamente inferior a otros
cárnicos en la misma escala de calidad.
Y aquí quería yo llegar: me importa infinitamente menos conocer a qué
especie concreta pertenecía el animal que hay en la hamburguesa o rellenando la
lasaña, que poder tener alguna información sobre qué tipo de vida ha llevado,
qué alimentación ha engrosado su músculo, a qué raza pertenecía y a qué edad
dobló la cerviz ante el matarife.
Después, si es buey, caballo, ciervo, dromedario, gacela de Thompson o
centauro del desierto, solo me cambiará –o no- la receta, pero la taxonomía no
es, en principio, un indicativo de la calidad del producto.
Así que, señores eurodiputados y comisionados de la cosa euroalimentaria:
si con el follón que se ha montado se deciden por fin a revisar las normas de
etiquetado, háganme un favor, a mí y a todos los ciudadanos omnívoros: háganlo
bien de una puñetera vez, hatajo de diletantes paniaguados inútiles.
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